Al preguntarle cómo era Colombia, respondió: es mar, mar inmenso con una línea de tierra al fondo, de un color que, desde el barco, va ganando en intensidad pero que de lejos se parece al de estas colinas de piedra pálida que rodean a Alicante. Y cuando pones pie en tierra, compruebas con asombro que has llegado a un desierto, el más hermoso de todos, la Guajira. Levantas luego tus ojos, y te estremeces con los misterios de siglos que esconde la Sierra Nevada, hasta que el verde se va opacando con la niebla y solo queda el rostro blanco de la nieve. Nieve perpetua.

Cuando le preguntaron por qué había tardado tanto en volver, respondió “me falta tiempo para todo pues como todo lo hago yo, o al menos lo dispongo y abarco muchas cosas, vivo atareadísimo…” pero Margot comprendió mis razones cuando le dije que ya habían pasado treinta años desde que me despedí de mi patria en Barcelona y aceptó encargarse de mis asuntos con el apoyo de Rafael Leoncio y José Emilio, nuestros hijos mayores… es como si te fueras para la guerra, me dijo ella cuando nos dijimos adiós en el puerto entre las brisas aún débiles de noviembre y yo no pude o no quise contestarle nada porque sabía que era verdad pero la nostalgia, el cariño, y la necesidad imperiosa de veros no pueden ser derrotados por el terror, la barbarie y la sangre que ahogan ahora a nuestra patria… a eso he venido, a sacudir recuerdos, a reavivar los pasos y las sonrisas de nuestros padres por esta casa, que veo con asombro y alegría que habéis conservado intacta, donde nacimos nosotros y murieron ellos y donde dejé constancia con mi rúbrica, que aún reconozco en esta pared del patio, que yo formaba parte de esta familia aunque luego hubiera decidido marcharme porque “si yo no hubiera aspirado a más, podría haber vivido aquí tranquilo; pero eran grandes mis aspiraciones y sigo metido en empresas y negocios que me han producido buenas ganancias…”. Las cartas a nuestra querida madre y a mi hermano Emilio eran una manera de volver, de mantener intacta la ilusión del regreso o quizás de imaginarme que los tenía a todos muy cerca y que en cualquier momento me verían aparecer entre los olivos y los almendros. Como hoy. Pensé poneros al tanto de mi regreso, pero preferí no anticipar la dicha y desvelarme noches enteras imaginando vuestros rostros emocionados por la sorpresa, incrédulos ante mi presencia, y dejar, para este largo viaje por un mar revuelto, la emoción de lo que iría a contaros, los miles de instantes fugaces que compartiríamos y las palabras que se atropellarían entre sí tratando de saberlo todo, de no olvidar ningún detalle, como está sucediendo ahora cuando no sé qué pregunta responder , confundido porque no sé si ya os he abrazado a todos o si me habéis dicho los nombres de los que no conocía… ha servido la tardanza y ahora siento que nunca me fui, que lo que construí en Villanueva y continué en Barranquilla, se puede ver desde aquí, desde la Torre Almohade…
Cuando le preguntaron por su salud dijo que no podía estar mejor, que se sentía pleno y feliz, que Margot lo colmaba de cuidados, no solo a él sino también a los cuatro hijos que aún los acompañaban, que la comida era abundante y apetitosa, siempre con un buen vino, pues para eso servía su negocio de importación de ultramarinos…(aunque todo fueron verdades a medias pues fue incapaz de confesar que sentía que su corazón ya no era el mismo, que el calor lo fatigaba cada día más y que saber que su padre había muerto de un infarto a la misma edad que él tenía ahora, añadía más angustias a su ánimo, quebrantando ya por las noticias de la guerra civil española y que él escuchaba a todas horas pegado al radio Telefunken que había importado directamente de Bremen).
Cuando le preguntaron cómo era Barranquilla les dijo que la ciudad te recibía con el abrazo del río grande de la Magdalena, fuerte y caluroso, a veinte leguas de su estuario, y que luego te iba llevando de la mano como si fueras entrando a tu casa, recorrías las bodegas del muelle fluvial y te mostraba el Paseo Bolívar, luego el parque de San Nicolás con la catedral, donde dirijo el coro y toco el órgano traído de Alemania, y la estatua de Cristóbal Colón, solemne y reflexivo y, a más de diez calles de allí, caminando si las brisas de diciembre ya han aparecido o utilizando el tranvía de mulas, en la esquina de la calle Medellín con Progreso, se levanta mi hogar, “Villanueva”, con ventanas grandes por donde entra toda la alegría del Caribe y te contagias de la simpatía de sus habitantes. Ciudad de inmigrantes, tolerante como pocas, donde caben y se respetan todos los credos, donde he ayudado a fundar la Casa de España. Y si quieren saber del Carnaval, aquí os he traído estas fotos donde os quedará muy difícil identificar a Margot y a mí entre el grupo de amigos españoles y colombianos… y en esta otra pueden ver a mis dos nietas Teresita y Josefina, con trajes andaluces… los vecinos me dicen “abuelo hazañoso…”, más ahora con el nacimiento de Rafael Ramón.
Y a tu pregunta, Aniteta, mi querida prima, te respondo que el mar está cerca, muy cerca, se toma el tren en la estación Montoya, vas luego andando entre ciénagas y matarratones, asombrada ante tanta maravilla, ves el castillo de San Antonio de Salgar, ahora en ruinas, hasta que el alboroto de las gentes de Puerto Colombia, llamado antes Puerto Cupino, te confirman que has llegado y que no querrás volver. Y que el muelle más largo y hermoso del mundo te está invitando siempre a viajar, a vivir para viajar, para no llegar nunca.
Cuando le preguntaron por qué no se quedaba a pasar con ellos la Navidad, el Año Nuevo y la fiesta de Reyes, les respondió, triste y confundido, que eso no era posible, porque les he prometido a Margot, a mis hijos, a Teresa y a mis nietos, que llegaré la víspera de Navidad, que me esperen en el terminal pues haré mi entrada por Bocas de Ceniza, que tengo que preparar el coro para la misa de gallo donde cantaremos, por primera vez, “Esta nit es bona nit”, ese villancico valenciano que escuché muy niño de labios de mi madre, cuando me llevaba en sus brazos a esta iglesia que siempre fue como una extensión de nuestro hogar.
Y el primero de enero, en la misa de las seis de la tarde, continuó, interpretaré, en el órgano de San Nicolás, una pequeña sinfonía que compuse recientemente, evocando los sueños que nos embriagan cuando comienza un nuevo año… a las ocho de la noche tendremos invitados a comer, españoles, amigos del barrio, la familia de Margot… brindaremos por vosotros, como si os tuviésemos a nuestro lado.
Y así, protegiéndose del frío alrededor de la chimenea de la estrecha sala donde todos cabían, fueron reconstruyendo el pasado, congelando los instantes que estaban viviendo para que nunca terminaran porque los sabían irrepetibles, irrecuperables, imaginando que ellos también irían a Colombia cuando la guerra infame terminara y los vientos y la fortuna estuviesen a su favor.
Y con el frío intenso de diciembre, llegó también el momento de partir. La víspera le pidió a Emilio, su hermano mayor, que lo acompañara hasta Alicante pues quería confirmar la gravedad de una noticia que había escuchado por la radio y que no quiso mencionar mientras estuvieron todos juntos, porque sabía que la guerra también había dividido a la familia.
En el último de los olivares que rodean al pueblo se dieron los últimos abrazos, se prometieron cartas, fotografías, para que cuando vuelvas con Margot y tus hijos, eso le dijeron, no te asombres de vernos tan cambiados y tan majos.
Llévame a la plaza de mercado, le dijo a Emilio, cuando ya bordeaban el monte Benacantil donde se levantaba el castillo arrebatado a los moros por el Infante Alfonso de Castilla, futuro rey Alfonso X el Sabio, el 4 de diciembre de 1.248, día de Santa Bárbara.
Sí, Buenaventura, le dijo ante las ruinas de la plaza. Lo que oíste por la radio en tu lejana Barranquilla es cierto. El pasado 25 de mayo, a las 11.15 de la mañana (como lo atestigua este gran reloj que sobrevivió a la masacre), nueve aviones Sparviero del bando nacional, enviados desde Mallorca con el apoyo de Mussolini, lanzaron noventa bombas sobre la ciudad, algunas cayeron sobre el mercado, los muertos fueron más de trescientos y los heridos más de mil. Todos civiles. No funcionaron las alarmas, la infamia y el odio se llevaron ancianos, mujeres y niños a las fosas comunes porque ya en las tumbas no había espacio para el desenfreno del fanatismo y la locura de una guerra fratricida.
Atravesaron la explanada de España, y ya a la entrada del puerto, el abuelo abrazó a su hermano y le dijo: Creo que ninguna guerra se justifica, que todas se alimentan de la barbarie, pero las peores son las que obligan a matarse entre hermanos, las que se justifican a sí mismas en nombre de Dios, en defensa de ideas religiosas o políticas que solo se sacian con la sangre de los inocentes. Que solo sean España y el amor que heredamos de nuestros padres, lo que nos mantenga unidos para siempre.
Una niebla extraña, que no estaba invitada, fue borrando la silueta del barco, se coló por la explanada, mientras dos hermanos se despedían al borde de las lágrimas, al borde de España.
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