“Esta historia de amor -por curiosa coincidencia, como diría doña Arminda- comenzó el mismo día claro, de sol primaveral, en que el hacendado Jesuino Mendonça acabó, a tiros de revolver, con Doña Sinhazinha Guedes Mendonça, su esposa, personalidad ilustre de la sociedad local, morena tirando a gorda, muy dada a las fiestas de la iglesia, y con el Doctor Osmundo Pimentel, dentista llegado a Ilhéus hacía pocos meses, mozo elegante con pretensiones de poeta…” 

“Gabriela, clavo y canela” 
Jorge Amado

Que un dentista, enamorado de la poesía, escogiera la villa de San Jorge de Ilhéus para ejercer su profesión, no era algo fortuito ni una jugada del azar sino la consecuencia indeclinable del amor de Osmundo por la tierra de sus antepasados. Había nacido en el sur, muy cerca de la frontera argentina, pero Joao, su abuelo materno, le había hablado, desde niño, del olor del cacao, de los ojos azules del mar, del cielo infinito de las haciendas y la belleza serena de sus mujeres.

– Solo me queda el consuelo de los recuerdos pero tú sí podrás recuperar, algún día, la memoria del amor…

Nadie en la familia entendió su decisión de partir hacia el norte y él no se molestó en dar explicaciones a quienes lo importunaron. Lo movían la emoción, los sentimientos, cierto desdén poético que lo empujaba a ser fiel al sueño de su querido abuelo. Nunca se imaginó que disponía de muy pocas horas para perderse en los laberintos del amor.

Sinhazinha ocultaba muy bien sus escasos treinta y dos años de edad con un desparpajo de sonrisas, una voz de vírgen coqueta y un afán incontrolable de figurar en todos los actos sociales, religiosos o políticos de la ciudad. Tenía vocación de vedette, a pesar de su gordura incipiente y de los reclamos constantes de Jesuíno.

– De nada sirven tus gorjeos de artista primípara. Ya tenemos suficiente con nuestro origen para ser importantes en esta sociedad provinciana.

Pero ella pensaba otra cosas. Le aburría el encierro de su hogar, todavía sin hijos, donde el tema de la hacienda se repetía como un eco acosador e hiriente y no dejaba espacios para actividades sin utilidad aparente pero muy necesarias en una población que la rutina hacía aún más triste. Y estaba dispuesta a no dejarse vencer por imposiciones maritales ni por el pudor irracional de sus amigas de juego.

Osmundo no había escrito aún el primer verso pero pasaba horas enteras aprendiendo de memoria los que consideraba los poemas más hermosos de los mejores vates brasileños. Y los podía repetir sin titubear, con una entonación más propia de un colegial que de un profesional de la odontología. Y si el paciente lo permitía, combinaba su delicado trabajo con rimas escogidas al azar y susurradas al oído.

“Pues para eso fuimos hechos, para la esperanza en el milagro, para la participación de la poesía…” (*)

Años atrás, Sinhazinha había logrado que su marido le montara un almacén de ultramarinos, no para reforzar los ingresos más que suficientes de la familia, sino como una manera de huirle al aburrimiento y mantener el contacto con el mundo exterior, el de los visitantes a las bellas costas del cacao

La posada escogida por el dentista para pasar sus primeros días en Ilhéus era de apariencia sencilla, con grandes ventanales y pequeñas claraboyas en las habitaciones para que el viento se sintiera en casa y alegrara a los huéspedes con la risa cercana del mar. La suya tenía un pequeño balcón y allí aprovechaba el silencio de la noche para repasar los últimos poemas aprendidos.

A los pocos días, firmó un contrato de alquiler en una construcción decimonónica con pretensiones de modernidad, con un espacio perfecto para su consultorio, y llamó de urgencia a sus colegas del sur para que le remitieran sus equipos por la vía más rápida posible. Algo en su corazón le confirmaba que el abuelo se sentía feliz con sus primeros pasos en la tierra de los mayores. El horizonte parecía claro. Pero el destino seguía en vela…

Y un domingo cualquiera, huyendo del calor de la misa de doce, una sed de beduino lo acorraló inclemente hasta la misma puerta del almacén de ultramarinos, el único abierto en un recodo fresco de la playa.

-“No sé por qué, sonreí de repente y un gusto de estrellas me vino a la boca…” (**), alcanzó  a pensar Osmundo cuando sus ojos claros se tropezaron con la piel morena de la dueña.

– Para la sed, algo de la región y, para comer, ¡lo mejor de España, mozo!

La explosión de un aguacero oscureció la tarde, llenó de intimidad el almacén ya vacío y solo dejó espacios para la búsqueda de coincidencias, para el repaso de los orígenes, la vida en Ilhéus y, al final, la poesía, la pasión de Osmundo, la coquetería de la señora Sinhazinha Guedes Mendonça y un asomo de esperanza detrás de las ventanas.

Y ya no hubo necesidad del apremio de la sed o del afán del apetito, porque los versos aprendidos la víspera se olvidaban al amanecer y era preciso recordarlos juntos, ponerle trampas a la memoria para confundirlos, y que sirvieran como excusas para el estallido del amor.

El animal celoso que se escondía en Jesuino no tardó en percibir los olores de la desgracia. El aburrimiento de su esposa se había trocado en una alegría decidida, sin aspavientos, con la seguridad del capitán que conoce su ruta a pesar de los peligros.Pero la honra herida del hacendado fue más temible que la peor de las tormentas, más impredecible que los huracanes, en  los mares aliados con el viento.

Nadie hubiera imaginado que esta segunda historia de amor, sembrada años atrás en la frontera argentina por un abuelo y su nieto, fuera callada para siempre, a tiros de revólver, por un error de cálculo en el amor de Jesuino, que nunca entendió que una vida sin los misterios de la poesía es más insoportable que el infierno del aburrimiento.

(*)  Vinicius de Moraes

(**) Mario Quintana