Brígida Entralgo volvió a sentir esa mañana el mismo dolor que casi la había desbaratado dos meses atrás. Le empezaba en el tobillo izquierdo y luego se convertía en un tornado que le revolvía la rodilla y no la dejaba caminar.
Pero caminaba sin descanso, como las vendedoras de frutas de la playa, repitiéndoles de memoria a los turistas las historias oscuras del Palacio de la Inquisición, la construcción de la catedral, la ascensión a los cielos de Lucas y Juan, apostados a lado y lado del campanario, la ventana diminuta por donde Pedro Claver divisaba la mancha negra de los barcos negreros, Santo Domingo, Santo Toribio de Mogrovejo , y lo poco que se sabía de las frescas casas coloniales, donde las familias poderosas gozaban en silencio sus historias particulares, y se asomaban a los balcones para pregonar una inocencia en la que nadie creía.
Después del mediodía, el dolor la obligó a suspender sus relatos a un grupo de turistas españoles que se enteraban, con una envidia cargada de nostalgia, de la aparente buena estrella de sus antepasados.
Faltaban dos días para el festejo grande de la Virgen de la Candelaria. El olor de los fritos ya había tomado posesión de las alamedas que rodeaban el castillo de San Felipe, de los caños del mercado de los pobres y de los barrios, como corrales de gallinas, donde se multiplicaba la desesperanza y la angustia de los desposeídos.
Este año si me hace el milagro, pensó Brígida y, con la misma resolución que le había permitido superar sus desgracias, se apoyó en las muletas cansadas que le prestó una vecina y se dedicó a lavar y planchar su mejor vestido, a sacar un lustre imposible a sus únicos zapatos de cuero y a recomponer un sombrero de caña flecha para protegerse del sol de febrero.
El sábado la ciudad se despertó temprano, envuelta en un aire transparente, como si hubiera dormido en el fondo del mar y se hubiera despojado de su cansancio y sus vergüenzas.
Brígida se vistió de prisa, apuró un desayuno ligero y salió a la calle a embarcarse en el primer colectivo que la dejara a los pies del Cerro de la Popa donde la Virgen reinaba en su santuario. Plena de energía, ahogando las muecas de dolor en una sonrisa inalterable, comenzó el ascenso en medio de una multitud ruidosa, que rezaba el rosario como si fuera la letra de una champeta y tomaba agua de coco como si hubiera sido bendecida por todos los santos de la ciudad.
Ya se aproximaban a la cima, cuando un murmullo ronco y con cara de rabia se fue apoderando de los peregrinos y la noticia se regó como un incendio que nadie se atrevía a apagar.
“La Virgen vuelve mañana”, le alcanzó a escuchar a un cura desgarbado que extendía sus brazos como un espantapájaros para aplacar a la multitud.
La romería se enroscó entonces como una serpiente venenosa, reventó los goznes de las puertas seculares del claustro de Santa Catalina y se apoderó del santuario, decidida a no marcharse de allí hasta que apareciera la imagen prófuga. Brígida se vió de pronto en el centro del remolino. Los más revoltosos empezaron a rasgar las pocas cortinas que se mecían en los corredores, a desbaratar altares y veladoras, a no dejar ni el rastro de las cayenas en los floreros, en un carnaval de candelabros caídos y reclinatorios convertidos en astillas, donde los monjes guardianes no habían sido invitados.
Alguien gritó desde el púlpito: El cerro es nuestro. Que arda el santuario!´’
‘No estando la Entralgo viva’ respondió Brígida, trepada en el Altar Mayor.
Y blandiendo sus muletas como aspas de un molino enceguecido, se enfrentó sola a la romería engañada, y la obligó a abandonar el recinto, bajo un murmullo de maldiciones y de advertencias iracundas.
Salió de última, cerró con su escaso aliento el portón del santuario, engarzó muletas y sombrero en los candados herrumbrosos y con el ocre de una piedra escribió con rabia en la pared blanca del convento:
“Brígida no vuelve mañana ni nunca. El milagro ya está hecho!”
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