Al bajar de las áridas colinas del centro de La Capadocia,
después de visitar Derinkuyu, la ciudad subterránea a la que me
resistí a entrar por una claustrofobia inesperada, el guía turístico
preguntó si alguien prefería quedarse, por su cuenta, en la pequeña
ciudad de Göreme, camino del hotel en Ávanos, o si ya el cansancio
les reclamaba descansar en el silencio de la habitación.
Más se demoró el turco en hacer la propuesta que levantarnos los
dos de nuestro asiento y bajarnos en la primera esquina de esta
población extraña y misteriosa. Y distinta a todo lo que habíamos
visto hasta ahora, no solo en Turquía sino en los países adonde
nos había llevado nuestra tardía vocación de gitanos. Allí, cada
calle decidía su propio derrotero, achicándose o ensanchándose
de acuerdo con los caprichos del terreno, o desapareciendo a
la entrada de las famosas “chimeneas”, como llaman a esas
formaciones fantasmales, altas y delgadas, labradas hace siglos
en un descuido de la naturaleza, para asombro y admiración de la
humanidad.
Nos desentendimos del polvorín de las calles y del furioso calor del
verano para poder entrar en ese laberinto sobrecogedor donde,
al lado de tiendas mal surtidas y ventorrillos de jugos milagrosos,
hoteles “boutique” sin estrellas ofrecían comodidades difíciles de
creer, más propias de Alí Babá y sus cuarenta ladrones.
Pero allí estaban y eran muchos, algunos con nombres cargados de
historia como el “Spelunca”, (cueva, en latín) como si hubiera sido
fundado por un romano en los tiempos remotos del Imperio.
Más arriba, coronando una pequeña cuesta, una delgada mujer
nos invitaba a conocer su hogar, que no era otra cosa que el remate
de una “chimenea” convertido en una sola habitación cubierta
de alfombras, ya sin fuerzas para emprender el vuelo soñado en
nuestra infancia.
– “Huele y no a ámbar”, le dije a Elsa pues allí no se veía nada
que se pareciera a un baño y el fuerte olor de la dueña de
casa lo confirmaba.
– Tenga usted estas monedas, mi señora, y adiós.
En turco solo sé decir “Galatasaray”, el nombre del equipo donde
jugó Farid Mondragón como portero, de manera que lo único que
hice fue pasarle en silencio dos liras a la supuesta odalisca de la
chimenea y retomar el camino escaleras abajo.
Mientras nos resguardábamos del sol bajo un alero primitivo, una
voz fuerte y destemplada, como de alguien a quien estuvieran
ahorcando, llenó todos los espacios a nuestro alrededor y reafirmó
nuestros temores de que aún nos esperaban más sorpresas
en este pueblo de espanto.
Pero no había tal. La población seguía sin inmutarse, como lo
pudimos comprobar en una pequeña explanada, a la que llamaban
parque, donde envejecían dos árboles añosos y dos bancas de
madera descoloridas. A un costado, un minarete esbelto se
imponía desde el techo de la mezquita, invitando, casi mejor,
obligando a todos a acudir a la oración.
De allí venía esa voz que se regó por todos los rincones y que me
fue sumiendo en una fascinación que luego me dejó perplejo.
Sin duda a un músico de profesión le debía parecer un abuso
de estridencias y de pésimos acordes. A mí, un descubrimiento
cargado de interrogantes.
Estaba recibiendo, a través de mis sentidos, la realidad del mundo
musulmán, de su religión, definida en un libro escrito por
Mahoma bajo la inspiración, el dictado infalible de un
ser superior, como en muchas de las grandes religiones.
Y esa era, en el fondo, la razón de ser de ese pequeña y sucia
fuente de las abluciones, instalada bajo la sombra de los árboles
del parque, donde todos debían ir cinco veces al día a lavarse
pies, manos y cara porque así estaba escrito desde el siglo octavo
después de Cristo.
Solo atiné a ver dos ancianos despojándose de sus medias para
poder purificar su cuerpo y entrar, con ellas al hombro, a la casa de
Alá, el grande, el único, el todopoderoso.
Era, pues, el mismo dios el que se acercaba al hombre, lo llamaba a
comunicarse con Él para que lo alabara, lo bendijera y se postrara
sumiso ante su magnificencia así tuviera que vivir en esta tierra
que, de ser la prometida, según el Profeta, habría que pensar más
bien en devolverla porque no había en ella ríos de miel ni cuernos
de la abundancia.
Con mucho sigilo avancé hacia la mezquita, solo vi hombres
dejando sus zapatos en la entrada y, cuando quise seguirlos, fue el
mismo Imán quien se interpuso en mi camino.
– Not for tourists…!
Me volví a poner los zapatos, caminé hasta el parque y me senté,
mudo y pensativo, en unas de las bancas milenarias.
– ¿Cómo te fue? Me dijo Elsa mientras me ofrecía unos dátiles
exquisitos.
– Esta tierra ya tiene dueño, le dije, Alá es grande y caprichoso
pero no deja de ser simpático. Hasta muy humano me parece,
pues tiene sus preferencias. Es él quien define cuándo y
con quién comunicarse. Y está claro que con turistas como
nosotros, nunca. Es posible que esta tierra se comprenda
mejor desde el aire, desde el globo que ayer nos dejó ver el
amanecer, en un cielo azul y libre de parlantes por donde
grita un dios fanático y discriminador.
Göreme, tierra apasionante y perturbadora, una síntesis quizá de
este mundo en que vivimos. En la ciudad subterránea, retazos de
frescos pintados por los primeros cristianos mientras se refugiaban
allí de sus perseguidores que no aceptaban el mensaje de
Jesucristo. Hasta que Constantino lo convirtió en religión del Imperio
y los papeles se trocaron y fueron los infieles los que tenían que
esconderse de las amenazas y condenas de los seguidores del Evangelio.
Ruinas de la arquitectura romana, y también de la griega y de
regiones vecinas, y el recuerdo del imperio otomano que se vive
todavía en el aire seco y caliente de esta tarde de verano.
– Invítame más bien a un helado, le supliqué a Elsa, antes de
que me suba a ese minarete, el más alto de todos, y me dé
por gritarle al mundo que hagan lo que quieran con sus dioses
y sus religiones pero que no olviden que los turistas somos
gente decente, que nos bañamos todos los días con agua y
jabón!.
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