“De repente, murió: que es cuando un hombre llega entero, pronto de sus propias profundidades. Se pasó para el lado claro. La gente muere para probar que vivió. Pero ¿qué es el pormenor de ausencia? Las personas no mueren. Quedan encantadas…”
Guimaraes Rosa
He limpiado la mesa y no ha quedado nada. Sacudí el mantel con todas mis fuerzas y se escaparon las últimas palabras, las que no alcanzaron a decir los comensales, los adioses mutilados, las citas que no terminaron de concretarse. La luz, hace unos minutos intensa y dueña absoluta de la ventana, se fugó con las esperanzas, las hizo suyas y prometió no volver sino hasta el día siguiente. Que es lo mismo que no volver. No volver nunca. En los asientos, el calor se resistía a marcharse pero el dueño fue implacable: es hora de dormir.
Mi patrono no lo sabe pero, entre los comensales está la mujer de mis sueños. Siempre la invitan, yo me hago el desentendido pero reservo para ella las mejores presas, las frutas más dulces y la porción de queso que no ha dejado escapar su aroma. Por eso cuando el patrono dice “es hora de dormir”, yo me apresuro a recoger la vajilla, sacudir el mantel y confundir, en el cesto de la basura, un revuelto de recuerdos y nostalgias. Salgo por la puerta trasera y la alcanzo aunque ella casi nunca se percata de mi presencia. O sería mejor decir que nunca. Pero eso no me afecta porque la acompaño hasta la puerta de su casa, atravesando el bosque, y ella va hablando sola pero yo imagino que es a mí a quien habla y entonces yo le contesto entre dientes y nuestros sueños coinciden y también las preocupaciones y los temores pero yo le digo que eso no importa, que entre los dos es más fácil desenredar el camino, ir por el borde para que las lechuzas no nos oigan y no se roben nuestros besos y ella sacude su hermosa cabellera negra y yo le ayudo, sin que ella lo note, a recogerla hacia un lado para que no le tape la frente y pueda ver con firmeza para que no tropiece con el aburrimiento que han dejado los paseantes de la tarde con sus perros y, de tanto acercarme a ella, desaparece mi sombra y se confunde con la de ella y entonces ya no temo nada porque no puede verme y cree que va sola y yo aprovecho la oscuridad para ceñir su talle y rescatar por un instante el olor a azahares de su cuerpo y trato de confundirla y hacer que pase de largo, que se distraiga y crea que su casa está mucho más allá y le ayudo, con mi sombra, a ensayar unos pasos ligeros, como si caminara sin pisar, aún no llegamos, le digo, ella se asusta, decide descansar unos minutos sobre el banco junto a la fuente para orientarse y retomar el camino correcto y yo me siento a su lado y le leo, o hago como si le leyera, las poesías que más nos gustaban y ella sonríe, se lleva un dedo a la boca y se hace una con mi voz, y cuando reacciona, como si volviera en sí, mira el reloj y se da cuenta que la noche ya está entera sobre sus hombros, como un abrigo heredado, acelera el paso y solo atino a decirle hasta mañana cuando ya ha cerrado la puerta de su casa y me ahogo en mi desconsuelo por no saber si me ha escuchado y me pierdo en una levedad tan profunda que ya no produzco ni sombra.
Renuncio y de manera irrevocable, le he dicho hoy al señor de los manteles. Me he instalado en el bosque donde trabajo ahora sin contrato alguno, donde nadie notará mi presencia porque no dejo huellas ni sugiero sombras pero sé de memoria la hora exacta en que lo atraviesas – le he confesado hoy – y mientras te vea no necesitaré recordarte y cuando hayas pasado, alimentaré mi vigilia con la materia vegetal de nuestros sueños.
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