“Después de notar que yo estaba simultáneamente feliz y lúcido, una conjunción no solo
rara sino imposible” (1), ella también quiso sentir lo mismo y decidió no dejarme solo ni
un instante tratando de captar en mis ojos, en mi modo de andar, en cada palabra que
soltaba por estos corredores de miseria, donde hasta la soledad anda enferma, el secreto
íntimo de mi sonrisa, el desparpajo con que burlaba el tedio, la sagacidad para espantar
la nostalgia y esa seguridad infalible con que me enfrentaba al derrumbamiento diario de
lo que podríamos llamar nuestro hogar. Cuando me tiraron en la única cama que había
sobrevivido al desastre, ella corrió a atenderme, a ponerme inyecciones de lo que hubiera,
a obligarme a tomar pastillas para el sueño, como tratando de alejarme de la tragedia de
sus días.
– “Sólo me dejaron uno”. Es todo lo que dice. No la entiendo.
Me despierta temprano, vaya usted a saber para qué, me baña como si lo hiciera con
un santo, me deja perfumado con un talco de rosas y me vuelve a poner la única pijama
que un día de estos terminará por deshacerse. Siempre anda de blanco puro, fiel a su
profesión de enfermera, pero con la mirada encharcada y con un esfuerzo contenido para
no develar ni en sus gestos ni en sus pupilas las huellas seguramente amargas de su
existencia. Era como si le molestaran mi paciencia, mi aceptación aparente de la realidad,
el supuesto desapego a las cosas de aquí abajo.
Yo era lúcido, de hombre feliz solo tenía la apariencia. El asunto era sobrevivir.
– ¿Me sigue usted?
Nadie me da razón cierta de la fecha, pero, si le creo a lo que siempre dijo mi abuelo,
nací el 5 de abril de 1930 cuando aún las brisas decembrinas no se habían marchado
del todo y hacían más soportables los ramalazos de calor en ese rincón de la ciénaga
donde siempre vivimos, al que llamaban barrio pero que no era tal, sino el desborde
de la miseria, la personificación misma del abandono, del desprecio, la consolidación y
aceptación unánime de la esclavitud. Soterrada, sí, pero esclavitud al fin y al cabo.
Por supuesto que esa palabreja no se usaba, señor, pero no porque la hubieran olvidado
sino porque era comprometedora y los desenmascaraba. A todos ellos, a los que no eran
nuestro vecinos, a los que se pasaban el poder de mano en mano, a algunos señores de
la Iglesia que seguían alabando las virtudes heroicas de Pedro Claver pero que habían
olvidado sus enseñanzas, a los que se asentaron fuera de las murallas en caserones
enormes llenos de espejos para mitigar su soledad pero que tenían que vernos todos los
días porque no había otro camino para llegar al centro sino la avenida, con su puente
elevado, desde donde se divisaba toda nuestra tragedia. Pero ellos torcían sus caras o
bajaban los ojos para no ver viendo, moviendo sus manos como espantando nuestros
olores que de todas maneras se colaban por las ventanas de los buses como diciendo de
aquí no nos vamos hasta que alguien se agarre la cabeza y diga, ¡no más!
Lo estoy aburriendo con mis historias, sabrá perdonarme, pero no tengo con quién
compartir estos recuerdos que se quedaron paralizados en mi memoria, como si alguna
fuerza extraña los hubiera hipnotizado pero ahí siguen, impávidos, insistiendo en su
presencia, aferrándose a la única posibilidad que tienen de seguir con vida, la mía, que
ya se extingue, pero saben que haré hasta lo imposible por transmitirla a quien quiera
escucharme entre las ruinas de este hospital de guerra perdida donde solo estamos usted
y yo y esa enfermera que renquea por los corredores esperando enterrarme cuanto antes,
para abandonar también ella este mundo de desmemoriados.
Sí, terminé aquí porque yo soy hijo de ese barrio, porque una noche de agosto, cuando
la zancudera no nos dejaba ni dormir, cuando nos quitaron esos hilos de agua que nos
regalaban en unas tinajas de infamia, cuando nos cortaron la luz porque para eso estaban
las velas, ¡desconsiderados!, cuando nos mandaron la policía para restaurar las buenas
costumbres, yo me atrincheré desde el amanecer en la mitad del único puente, taponé la
vía con rocas marinas y llantas sin vida, y fui luego despertando a los vecinos para que
nos paráramos todos sobre la vía aunque se cayeran todas sus estructuras pero por allí
no volvería a pasar nadie hasta que no nos devolvieran, con hechos, la dignidad ultrajada,
el derecho a vivir como todos los habitantes de esa ciudad encantada.
Y volvimos a perder y nos volvieron a marcar, ya no en el cuerpo sino en el alma,
con la afrenta de su desprecio, con la ignominia de su poder omnímodo hasta que
nos embarcaron, en la soledad de una noche oscura, en unas barcazas tristes, y nos
abandonaron para siempre en esta isla donde han ido muriendo todos, uno a uno, y
adonde no sé cómo hizo usted para llegar.
– Solo quiero decirle una cosa, antes de que nos abandone.
– No la moleste con preguntas. Déjela que siga creyendo que es mi madre.
(1) Rubem Fonseca – “La cofradía de los espadas”.
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