(Fragmento)

Él era el cuarto, de izquierda a derecha, sentado, con los ojos distraídos del que nada quiere ver, del que quiere adelantar el fogonazo del flash para quedar libre y alejarse de aquel grupo lo más pronto posible.   Pero ese día, ese instante, había quedado grabado para siempre aunque él hubiera preferido borrarlo, destruirlo, condenarlo al olvido, sin embargo   ahora había encontrado intacta la foto de la ignominia y de la afrenta, con el mismo color de las hojas pálidas de la biblia donde la había guardado y de la que nunca había leído más allá de los siete días de la creación.

Pero la realidad de la imagen en el papel se impuso y lo obligó a volver al pasado, a recordar, contra su voluntad, los días, los minutos y las horas que fueron preparando, en la tozudez del silencio, la inoportuna fotografía, ya arrugada y desvaída por el tiempo, que ahora parecía recobrar el aliento entre sus manos.

Dejó atrás el estrecho zaguán que lo protegía del frío en el invierno de las lluvias, se sentó a regañadientes en la mecedora de la esquina y trató de darles vida a cada uno de esos rostros, de obligarlos a revelar todo lo que ocultaban, quiso meterse por la pupila de esos ojos que aparentaban sonreír pero que él los sabía rencorosos, calculadores, discriminatorios.

En la parte de abajo alcanzó a descifrar la fecha de ese encuentro desafortunado, mayo 15 de 1949. Había una construcción que servía de fondo y que posiblemente ya no existía, un árbol raquítico que se esforzaba por aparecer en el grupo y nada más. El silencio de una tarde que se deshacía y, frente a ellos, el mejor fotógrafo que encontraron en el pueblo. O el único.

Con él, eran quince. Todos de la misma edad, con diferencias mínimas, meses a lo sumo. Solo quedaba él para reconstruir esa historia de infamia   o para sepultarla para siempre. Porque los demás estaban muertos. Y ya nadie se acordaba de lo que sucedió. Pero él sí. Aunque se le fuera lo que le quedaba de vida tratando de olvidarlo.

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