Cuando aquel sábado del mes de julio, en todo el rigor del verano
madrileño, nos dijo Juan Sebastián: mañana nos vamos a Chinchón,
enmudecí por un instante, luego atiné a decirle: claro, qué bueno, y
volví a quedarme en silencio porque ese nombre me recordaba algo
que en ese momento no pude precisar y preferí disimular mi duda
retomando el hilo de la conversación que traíamos.
– ¿Y qué es lo que hay en Chinchón? Me atreví a preguntar antes
de dar las buenas noches y retirarme a descansar.
– Te va a gustar, ya verás, es pequeño pero muy lindo y, además,
se come bien. Hasta tiene plaza de toros…
De nada me sirvieron esas claves de última hora. Solo al levantarme
temprano en la mañana, me acordé de “La vuelta al mundo en ochenta
días”, la famosa novela de Julio Verne llevada al cine en 1956 por
Michael Anderson. Pero ese recuerdo fílmico tampoco ayudó a
remover los enredos de mi memoria.
– Se nos hace tarde, vámonos…!
Y asi empezamos nuestro viaje al misterioso mundo de Chinchón, que
no duraría más de cinco o seis horas, tiempo muy escaso como para
idear un largometraje pero suficiente para intentar esta crónica con
personajes comunes pero de la vida real.
Anduvimos durante unos veinte minutos por la autovía a Valencia pero
luego nos adentramos, a la derecha, por una carretera secundaria,
plena de silencios, con alma de desierto pero con una invitación
extraña y profunda a la contemplación, al goce del instante y de la
aridez del paisaje.
Al entrar al pueblo y reconocer sus primeras calles, no tropezamos con
nada que nos llamara la atención. Conseguir en España un espacio
para aparcar es casi un trabajo de magia pero al fin encontramos
uno, estrecho e incómodo , cerca a la plaza mayor y a las consabidas
ruinas que abundan en este país y que pueden ser de los íberos,
celtíberos, romanos o árabes o de cualquiera que haya dejado
su huella en la península. Tengo que decir que las ruinas de este
pueblo sí que están en “ruinas”, pues solo quedan algunas paredes y
remedos de torres donde la imaginación tiene que trabajar arduamente
para reinventar castillos y minaretes ya evaporados.
De las ruinas a la plaza mayor creo que no había más de dos
cuadras y cuando entramos en ella entendí a plenitud por qué valía
la pena visitar Chinchón. Es una plaza clásica de la Edad Media,
de arquitectura popular, de forma irregular porque su construcción
empezó en los primeros años del siglo XV con casas, portales y
balcones (a los que llaman claros y son más de 250) pero solo quedó
ya terminada y cerrada en el siglo XVII.
En su espacio se han dado fiestas reales, proclamaciones, ha servido
como corral de comedias, teatro de autos sacramentales pero también
ha sufrido, en las madrugadas, el pavor de las ejecuciones, cambiado,
en buena hora, por los tercios de las tardes de toros.
El calor del mediodía me hizo olvidar por un momento los
interrogantes de mi memoria e invité al grupo a encontrar pronto un
restaurante bien sombreado, con viandas de la región y los vinos que
tuvieran a bien aconsejarnos pues aún no sabíamos diferenciarlos
para escoger los mejores.
– Eso ya lo tengo arreglado, me dijo Juan Sebastián, nos esperan
en el “Mesón Cuevas del Vino”.
El nombre era el más apropiado para esta antigua casa de labranza
con molino de aceite, lagar y cuevas para almacenar el vino. Y, por
supuesto, probamos las famosas judías chinchorronas y despachamos
con avidez un exquisito cordero lechal.
– ¿Se acuerdan del libro “La vuelta al mundo en 80 días” que de
seguro leyeron cuando eran niños?, pregunté a todos los del
grupo mientras dábamos buena cuenta de los postres y el café.
– ¿Y a qué viene esa pregunta…?
– Pues algo, que no alcanzo a descifrar, tiene que ver este pueblo
medieval con el libro o la película, tendré que averiguarlo…
En el camino de regreso a la Plaza Mayor, visitamos la iglesia de
Nuestra Señora de la Asunción, con ese cuadro inolvidable de la
Virgen pintado por Goya en 1812.
Resignado ya a dejar sin resolver el enigma que me atormentaba,
resolvimos comprar frutas y verduras en los escasos tenderetes
que aún permanecían abiertos en esa hora fantasmal de la siesta
española, cuando, en la puerta de una tienda mal abastecida, di de
frente con la clave de mis recuerdos.
Ahí estaban Cantinflas y Luis Miguel Dominguín en un cartel de la
época, en traje de luces, ambos muy jóvenes y con cara de buenos
amigos, de toreros de verdad. Fue entonces cuando se despejaron
todas mis dudas porque allí, en la arena medieval de la Plaza
Mayor de Chinchón, se habían filmado esas escenas inolvidables
de “La vuelta al mundo en 80 días”, donde Dominguín recrea, con la
elegancia que lo caracterizaba, los pases de la muerte y de la vida,
y Cantinflas, cómico y torero, es el gran triunfador de la tarde porque
convierte la plaza en un circo de risas y aplausos.
Todos se alegraron cuando vieron la felicidad en mi rostro, por haber
podido recuperar esas imágenes borrosas de mi juventud.
Dominguín había toreado por primera vez en Bogotá el 23 de
noviembre de 1941 y quedó para siempre enamorado de Colombia.
Su hijo, Miguel Bosé, llevó ese amor en la sangre hasta recibir la
nacionalidad de nuestro país hace pocos años.
Por esas ironías de la vida, ese mismo año de 1941, Cantinflas
filmaba “Ni sangre ni arena”, una irreverente sátira del toreo.
No sé a qué horas abandonamos Chinchón camino a la capital,
solo recuerdo que me quedé en silencio, rumiando el momento que
acababa de vivir. Cuando ya entrábamos en Madrid, Juan Sebastián
volvió a preguntarme:
– Y ahora, ¿en qué piensas?
– En hechos extraños y quizás inconexos pero creo acordarme
de que vi “La vuelta al mundo en 80 días” en 1964, el mismo
año del estreno de “El Padrecito”, esa tierna película llena de
denuncias sobre los problemas sociales de nuestros países. Y
no olvido tampoco, ni más faltaba, que tres años más tarde le dí
una “vuelta de más de 80 grados” a mi vida cuando cambié la
imaginada cercanía del cielo de mi vida religiosa, por la realidad
de aquí abajo, la de la dimensión insondable.
– Y, ya para terminar, no olvides que tu nombre lleva el recuerdo
del gran torero andaluz, Sebastián Palomo, nacido en Linares. ¡Y
olé!
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