“Junto contigo le doy un aplauso al placer y al amor”.
Pedro Flores
Al teatro San Jorge llegábamos desde la carrera Líbano donde vivíamos, pasábamos Cuartel y, en el costado oriental de la Avenida 20 de Julio, nos encontrábamos de frente con la entrada principal que no era otra cosa que una gran reja de hierro y una ventana oscura y estrecha donde vendían las entradas, para vespertina, de 7 a 9 y para nocturna, dos películas hasta la medianoche. Como la mayoría de las salas de cine de Barranquilla, no tenía techo, pero la brisa aliviaba la irrupción del calor y ayudaba a olvidar la incomodidad de las sillas metálicas. Y si llovía, pues a correr hacia la parte de atrás para apretujarnos todos bajo un alero de zinc donde seguíamos gritando cuando aparecían los vaqueros salvajes arremetiendo contra los Pieles Rojas, dejando suspendido en el polvo de la llanura inmensa el trote último de sus caballos.
Mi relación con el San Jorge era más fuerte, más intensa, que con el San José, el colegio de los Jesuitas en la calle de las Flores. Crecía entre “santos” pero mis emociones más íntimas las vivía en las películas del oeste norteamericano y, quizás más aún, en las mexicanas, con Tintán, Cantinflas, Arturo de Córdoba, Tito Junco, Joaquín Cordero y las lágrimas eternas de la abuela Sara García.
El obispo de turno dictaba sentencia sobre las películas que iban llegando, mi madre leía en voz alta las que eran “malas” (pecado verlas), luego las “para mayores de 21”. A las otras podía ir sin preguntar.
En la fachada del San Jorge, resaltaban varios recuadros en cemento cuarteado donde anunciaban los estrenos con imágenes en colores de los protagonistas, el nombre de la película en letras enormes y la compañía productora: Paramount, Pelmex, Disney. Me los grababa y luego aguardaba con impaciencia el rótulo de El Heraldo o La Prensa con las órdenes dogmáticas del señor obispo. ¿Las vería él todas antes de condenarlas al fuego eterno o le bastaba con el nombre y los artistas para denunciar, así sin más ni más, su contenido sacrílego?
Fue ante uno de esos recuadros cuando, a la salida de la vespertina dominical, me detuve impresionado por un título que me llenó de admiración, quizás porque no lo comprendía o porque le iba a corresponder ese adjetivo oscuro y enigmático de “mala”. El nombre del director aparecía en letras grandes y negras, Miguel Morayta. El de los protagonistas, en rojo encendido, Amalia Aguilar y Tito Novaro, los mambos inmortales de Dámaso Pérez Prado y, abajo a la derecha, en caracteres pequeños, un nombre que me sonaba conocido pero que entonces no atinaba a descifrar: Maria Luisa Landín. Y remataba: “Basada en el bolero de Pedro Flores, Amor Perdido”.
En ese momento, a mis escasos nueve años, me acordé de la letra y de la música del bolero que tanto repetían en la Emisora Atlántico o en Emisoras Unidas y de la portada del disco que mi hermana mayor había comprado en Discos Daro con una fotografía reciente de la cantante, pequeña de estatura, de talle delgado, siempre bien maquillada y sonriente.
Esas canciones no son para ti, me repetía mi madre, pero ya nunca más me olvidaría de la Landín y de aquella frase que aún hoy, cuando ya he pasado la línea de los setenta, sigo repitiendo mientras la escucho sin cansarme en mi ordenador:
“Junto contigo le doy un aplauso al placer y al amor”.
Tengo hoy sobre mi escritorio el libro de Carlos Monsiváis, “Amor Perdido”, cuyas primeras palabras son: “EN TUS MANOS ENCOMIENDO EL EPÍGRAFE”. Y ese epígrafe no es otra cosa que la letra completa del gran bolero del puertorriqueño Pedro Flores y que el autor quiere recordar como un homenaje a Maria Luisa Landín.
No solo el nombre del bolero, también las calles y el único parque de mi barrio, la iglesia del Perpetuo Socorro, el San Jorge, mis primeros años de colegio, mi infancia en la casa grande donde vivíamos más de quince personas, se confunden en mi memoria con una historia de orfandad, tristeza y abandono.
I
UN JARDINERO EJEMPLAR
Celso aparecía por las mañanas, muy temprano, daba alguno golpes en mi ventana y yo corría a abrirle y a pedirle que desayunáramos juntos café con leche y bollo limpio mientras los otros se bañaban y le daban tiempo para preparar la podadora y comenzar su trabajo semanal en el jardín. Era seis años mayor que yo, flaco y desgarbado, de baja estatura, dientes ya perdidos para siempre pero con una sonrisa inocente, ingenua, como diciéndole a los demás que él estaba dispuesto a gozarse la vida.
Aquí te manda mi abuela, me dijo un día cuando el sol de agosto hacía inútil regar cayenas y heliotropos y él sacaba de su mochila una botella de Kola Román llena de jugo de tamarindo, que la metas a la nevera, te manda a decir y que no le des a nadie. Solo para ti.
Cuando regresaba del colegio de Santa Bernardita, ya Celso se había ido y yo deseaba, con todas mis fuerzas, que la grama creciera sin límites, que las poteras, donde mi madre sembraba matas de todos los nombres y colores, se reventaran en mil pedazos para que tuvieran que buscar a Celso, mandarle un recado con alguien conocido y se apareciera otra vez muy temprano para que pusiera todo en orden y yo pudiera seguir preguntándole cosas de su barrio, de sus vecinos, de su familia, de su colegio.
Pues prepáratelos tú mismo, me respondió una tarde la muchacha de la casa cuando me atreví a decirle que los jugos que ella hacía en la Osterizer (se pronuncia osteraizer, bruto, me dijo mi hermana) no sabían tan rico como los de tamarindo que me mandaba la abuela de Celso. Pero a mí no me dejaban usar el aparato ese que habían comprado en un mercado que llamaban San Andresito y eso me confundió aún más porque parecía que en mi ciudad solo había nombres de santos para todo. Y la avena la sabía preparar yo solo, con mis manos, con la leche que dejaban todas las mañanas los carros de mula en la puerta de la calle, en botellas de vidrio y sin nombre. Y le podía echar toda el azúcar que yo quisiera.
Un mañana fresca de mayo, Celso tocó en mi ventana con más intensidad que otras veces, salté de mi cama y, cuando le abrí la puerta, me encontré con un rostro donde no cabía una lágrima más. Nos echaron de la casa, me dijo, y yo no entendí nada, pensaba que las casas eran de uno, ahí se nacía, se crecía y ahí morían los abuelos, los papás, y después uno se iba para otra a repetir lo que había visto, a empezar otra vida. O se quedaba en la misma.
No quiso desayunar y yo me fui obligado al colegio pero, antes de salir, le dije a Celso que viniera un sábado, leíamos paquitos, oíamos música o le hablaba de la última película de vaqueros.
Fue en una de esas conversaciones interminables, mientras dejábamos de lado al Pato Donald y a Bugs Bunny, cuando Celso empezó a contarme su pequeña historia, desde los momentos lejanos que él aún recordaba, hasta la tragedia que estaba viviendo pues ahora ya no tenían casa propia y vivían como bultos de ropa vieja en una habitación sin ventanas y el baño quedaba en el patio y había que bañarse con una totuma para recoger el agua de un balde sucio pues no había agua suficiente para todos. Y del jabón Baño Fragante ya nos le quedaba sino un pedacito.
¿Que qué hace mi abuela? Pues es cocinera en una casa que no está lejos de aquí, una casa donde han pasado cosas muy extrañas y ella me dijo ayer que por allá no se volvía a aparecer.
¿Qué quiere decir Cristiano? nos preguntaba la monjita en las clases de Catecismo y todos gritábamos la respuesta como si estuviéramos animando a nuestro equipo en un partido de fútbol o al boxeador a punto de caer noqueado en el estadio del Surí Salcedo. Pero yo no podía concentrarme ni entendía la respuesta ni mucho menos el título de ese libro escrito por el Padre Astete, un jesuita español nacido en Coca de Alba en el siglo XVI, cuyo apellido no había podido identificar nunca en los pequeños directorios telefónicos que ya empezaban a circular en Barranquilla y que me sabía casi de memoria pues soñaba con encontrar el nombre de la abuela de Celso y la dirección de su casa antes de que los echaran a la calle. Un día Celso me confesó que él nunca había visto ese aparato que llamaban teléfono, que en su barrio todo era a los gritos o con recados que se mandaban en papelitos o se dejaban en la tienda de la esquina cuando alguien no aparecía , y que su abuela y él no tenían sino un solo apellido, Matera, y que en su casa no había fotos de nadie.
Carrizal, me dijo, ahí es donde vivimos. Corrí a buscar en mi cuaderno el croquis de Barranquilla que nos habían hecho dibujar en el colegio con los nombres de los barrios y avenidas principales. San Roque, el Centro, San José, Olaya, Barrio Abajo, Boston, Porvenir y el Prado. Ni idea, me respondió la monja cuando le pregunté por el barrio de Celso.
Debí llegar a Barranquilla de noche, recordó Celso, no sé hace cuántos años, ¿tendría yo 5 o 6 en ese momento? Me encomendaron a un señor que era amigo de alguien en la casona donde yo vivía, de la que me sacaron un sábado por la mañana, con mi escasa ropa en un pequeño baúl de madera, de chapa dorada y candado y me subieron a un bus desbaratado que apagó, por fin, el motor en la plaza de San Nicolás, frente a la iglesia más grande que había visto en mi vida.
¡Soy tu abuela!, me dijo una señora alta, muy delgada, de hermosos ojos café y con su larga cabellera gris recogida en un moño. Apreté mis labios,bajé la mirada mientras ella alzaba mi pequeño baúl, me cogía de la mano y me empujaba dentro de un bus Alboraya – Carrizal.
Aquí dormiremos, me dijo, mete tus cosas en el escaparate, en la parte de abajo, ¿no tienes medias?. Y nos sentamos en la puerta de la calle pues ella quería que los vecinos me conocieran, es mi nieto Celso, pero era la primera vez que yo oía ese nombre, muy distinto del apodo que me tenían en la casa grande que quedaba al pie del río, en un pueblo donde soplaba más brisa que en el rancho con techo de paja de esa señora que aseguraba ser mi abuela.
Santiago, me dijo Celso, no entiendo el enredo en que vives, con abuelos, tu papá y tu mamá, tíos, tías y, para rematar, cuatro hermanos. ¿En qué bus llegaste?
Había algo de ternura entristecida en su pregunta.
Celso fue a la escuela, a las cuatro paredes sin ventanas y con una sola puerta de un rojo desteñido que acrecentaba aún más la sensación de calor. Sobre un gran tablero, fue descubriendo las primeras vocales, luego las consonantes, hasta que pudo escribir su nombre completo y sentir rabia porque no le gustaba. Nadie lo había llamado así en la casa grande, ya tenía suficiente con que le hubieran arrebatado su pueblo, sus amigos, la sopa de ñame, los guineos que se caían en el patio, las guayabas y las ciruelas. Donde la abuela solo había palos de matarratón y el solar era de todos y olía feo en los charcos oscuros que iba dejando la lluvia. Pero ir a la escuela le gustaba porque había recreos y sus mejores amigos compartían con él la avena fresca, el casabe o los caballitos de papaya. La abuela madrugaba a trabajar y solo la veía cuando empezaba a caer la noche y él se distraía oyendo el radio de los vecinos. El que habitaba la casa de al lado, un quijote añoso, con mirada de abuelo, le hablaba a Celso de su pueblo lejano, Talaiga Nuevo, en la depresión Momposina.
Yo no tenía a quién contarle la pequeña historia de Celso. ¿O era, más bien, que no quería? Ahí llegó tu amigo, me decía mi padre antes de montarse en el bus de color plata que lo llevaba a su trabajo. Pero nunca lo vi hablando con Celso. Era mi madre la que le pagaba y le ofrecía una Kist de naranja para que apaciguara los efectos del calor. Yo resolví callarme, como hacían casi todos en mi casa, pero las palabras de mi amigo se iban acumulando en mi memoria y, sin darme cuenta, iba formando con ellas algo muy parecido a aquellas películas que veía en el San Jorge, porque vuelvo a escuchar su voz, lo veo empujando la podadora, temblando de cansancio cuando ya las piernas no le daban para más, mirando las escasas monedas que mi madre le ponía en sus manos y que él sabía que no alcanzarían para mucho, que tenía que reventarse trabajando porque no bastaba con lo de la abuela que ya empezaba a mostrar en sus carnes la transparencia de la vejez, las sonrisas arrugadas y el ansia disimulada de que todo acabara pronto.
Mi abuela te quiere conocer, me dijo un día y yo pensé que lo mejor era no decir nada en mi casa y que él la llevara al colegio San José, a las diez y media de la mañana, cuando empezaba el recreo más largo y nos dejaban salir a la calle para comprar paletas, arropillas, guindas y mamones. Empezaba yo mi primer año de bachillerato al que Celso había tenido que renunciar porque la abuela ya no consiguió trabajo en ninguna parte, ni en el barrio El Prado, ni en Chiquinquirá, mucho menos en el Barrio Abajo. Y él tenía que pagar el arriendo, ir al mercado y meter, en el canasto de la comida, los velones que alumbraban su miseria, su abandono.
No dudé un instante en identificarla cuando la vi acercarse con paso seguro, te traje estas cocadas, Santiago, ándale pero si no pareces costeño, estás más colorao que los cachacos esos, y yo no quise contradecirla ni contarle que mis padres eran guajiros, más abajo del desierto, cerca a la serranía del Perijá que nos separaba de Venezuela. De Villanueva.
Alta y delgada, igual a una palmera, la abuela se pavoneaba como una adolescente, luciendo en su largo vestido los colores de su tierra, los de las hamacas y mochilas de San Jacinto. Ajá, ¿y ya sabes bailar? Le di a entender que sí, que claro, aunque yo solamente había ido a dos fiestas infantiles de carnaval, la primera donde mis primos, luciendo una careta de payaso que mi hermana mayor había recortado en la revista Billiken, y la segunda, donde los vecinos de la esquina, los Fernández, de donde me escabullí muy pronto pues no había sido invitado y la dueña de la casa empezó a mirarme con sus ojos de oye ¿y tú que haces aquí?
Margarita, me contestó la abuela cuando le pregunté su nombre y lo dijo con orgullo, saboreándolo, para que no cupiera la menor duda de que le gustaba, que nunca había aceptado apodos ni abreviaturas empalagosas. Le hablé de mis estudios, de las clases de geografía y castellano, mis preferidas, y de que íbamos a misa todos los días y los que querían comulgaban pero tenían que traer el desayuno, aunque solo fuera café con un bollo limpio, y que también jugábamos béisbol y algo de fútbol con una bola de trapo. Cuando vi la cara de Celso, contraída por la tristeza y el desencanto, les propuse caminar un poco por el parque de San José y entrar un momento a la Biblioteca Departamental donde me había hecho amigo de su directora, la poeta Meira del Mar.
Solo me acuerdo de aquellos versos de Jorge Artel, balbuceó Margarita,
“…aquí entre nosotros
cada cual lleva su gaita
en los repliegues del alma…”
Aunque nació en el arrabal de Getsemaní, allá en San Jacinto le decimos nuestro poeta.
Y así fue como conocí a la abuela, escondida en muchos instantes de vida que el mismo Celso ignoraba pero a la que había aprendido a querer como si de verdad hubiera sido su abuela, como si ella hubiera engendrado a su madre o a su padre, de los que él no había heredado ni una fotografía.
Los vi santiguarse cuando pasaban delante del pórtico de la iglesia y luego la abuela se detenía para mirarme y despedirse con sus largas y hermosas manos mientras Celso se le adelantaba con la mirada clavada en el suelo, como lo habría de ver muchos años después en las visitas que le hacía en la cárcel.
No sé cuántos somos. ¿Diez, cincuenta, doscientos, mil? Yo solo veo a mi compañero de calabozo y, cuando nos dejan tomar el sol, no me cruzo con más de quince personas.Los rostros lívidos y descompuestos. Lo mismo pensarán de mí. ¿A quién le importa? No, no me voy a confesar, eso le digo al cura cuando se me acerca los domingos antes de misa. Que ni crea que el consuelo me llegará de su boca, de sus sermones vacíos, ¿un rosario como penitencia? La abuela lo rezaba cuando había presagios de tormenta, le prendía una vela a la imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro, cubría con sábanas el único espejo que multiplicaba nuestras miserias y me obligaba a sentarme a su lado y repetir avemarías, padrenuestros y unas letanías con torres de marfil, estrellas matutinas, vasos espirituales y rosas místicas. Y yo ahí, adormilado, anhelando que reventara el aguacero para poder salir al patio y bañarme desnudo con mis amigos, armando a la carrera barquitos de papel y recogiendo los mangos de azúcar que la brisa tumbaba y que eran de todos y de nadie.
Y esos recuerdos me torturaban el alma, Santiago, me comían como gusanos y yo le suplicaba al guardia que me dejara bañarme en el patio cuando llegaban las lluvias fuertes de agosto y septiembre, a veces hasta en noviembre, estás loco, me decía, si te dejo me meten al calabozo contigo y yo esa vaina no la aguantaría, primero me pego un tiro, ¿sabes cómo es?. Yo ya no sabía nada, solo veía brumas, como en un ocaso permanente teñido de rojo, rojo sangre, rojo de muerte. Claro que intenté aniquilarme varias veces, tomaba impulso y estrellaba mi cabeza contra el muro, detrás de la portería donde algunos jugaban micro fútbol y entonces decidieron amarrarme como un perro para que ni se me ocurriera intentarlo de nuevo.
Nunca hay silencio en la cárcel, Santiago, nunca. No es cierto que la mente se te nuble, aunque finjas que duermes; los pensamientos se refuerzan, se enroscan en tu cuerpo y van reemplazando huesos, órganos, cabellos hasta convertirse en tu misma piel, una piel invadida de gangrena, la gangrena de tus rabias, tus odios, tus desesperanzas. Todos hablándote al mismo tiempo, día y noche, un eco que se alimenta de sí mismo, se envalentona y ya entonces es imposible acallarlo.
Pero esto no es lo peor. Desde que me sacaron de madrugada de la casa grande donde vivía , desde que me metieron casi a la fuerza en ese bus que crujía en las curvas, desde que me saludó esa señora que decía ser mi abuela, desde entonces, Santiago, arrastro un pensamiento, una angustia, una pregunta que ya nadie me puede responder.
Ayer pedí una hoja de papel y un lápiz. Para el escritor, soltó el guardIa mientras me los lanzaba por el recuadro que simula una ventana. Reproduzco lo que he visto, la memoria simple de mis ojos, con más capacidad que la de mi mente, miles de imágenes que se sobreponen sin perder su identidad primera, no siempre las entiendo pero me hablan de algo, o de alguien, ¿las heredé al nacer?.
Llévate esta primera hoja, me dijo Celso cuando nos avisaron que la visita se había acabado y que debía marcharme.
Ni una palabra, ningún signo de admiración o interrogación. Solo encontré dibujos, bocetos de rostros, unos sonrientes, muy pocos, otros apenas sugeridos como si la imagen no hubiera alcanzado a fijarse en la mente de Celso o tal vez fuera él mismo quien quisiera dejar todo en la penumbra, en un silencio unánime.
No había personas mayores en sus imágenes. Todos eran niños, al parecer desnudos, gozques, gatos, pájaros diminutos con alas traslúcidas en las que era fácil adivinar miles de colores iridiscentes, un río, tal vez, que desaparecía entre un bosque tierno, apenas en formación, el cielo siempre nublado, listo para convertirse en aguacero y, en la parte inferior, figuras pequeñas que podían simular bocas a medio abrir o sonrisas truncadas.
No me la devuelvas, me dijo en la siguiente visita, es un regalo, si me traen más hojas, las guardaré para ti, es una manera de liberar espacios en mi memoria, hasta que ya no quede nada, solo los sueños imposibles, la orden última del guardia convidándome a salir del calabozo, a abandonar la cárcel para nunca volver.
Una noche me quedé dormido revolviendo las hojas que me iba pasando Celso y a las que yo trataba de darles algún orden, alguna secuencia lógica que me llevara a descifrar, al menos en parte, las horas oscuras que se habían enquistado en su mente. Fue entonces cuando le dije que abandonara los dibujos, que intentara escribir, es imposible, me contestó, estoy hecho de imágenes y de vacíos que no se pueden llenar con palabras. Hazlo tú por mí, luego te diré si has acertado o si, por el contrario, has construido un laberinto peor que el mío.
II
“El territorio de la verdad es claramente pequeño, estrecho como una senda en un precipicio”
Adam Zagajewski Autorretrato no exento de dudas.
En una de las hojas, hay un parque sembrado de pinos donde se enredan y silban las brisas de diciembre, un rodadero medio destruido, tres columpios ya sin sillas y la jaula mugrienta de Toribia, la mona traída del Amazonas. Terminaba el año de 1953, yo estuve allí con Celso. También con mis padres, pero eso fue otra noche cuando yo miraba desde abajo unas pequeñas casas de madera que habían levantado entre las ramas de los pinos más altos, con luces de navidad y los acordes de villancicos españoles. Helados de fresa para todos y el sentimiento de que, en este mundo, la belleza era común, como decía Borges.
En un extremo de la hoja y a un lado del parque, un rostro que podía ser el de una niña sonriendo agárrala por detrás y déjate rodar con ella, pero yo no entendía el juego ni podía adivinar las intenciones de mi amigo.
Fue la primera vez que lo vi exaltado, feliz en su aventura, repitiéndola hasta el cansancio, hasta que ella le dijo ya está bueno, niño, otro día vuelvo y él quiso retenerla, ¿cuál es el afán?
La niña, como era de esperarse, no apareció nunca más. Él tampoco. El parque se va diluyendo en mi memoria, también en la hoja, luego hay una casa grande, rodeada de una paredilla con remate en pequeña teja de barro y, en todo el centro, eso parece, una gran puerta de madera con una celosía por donde lo miran a uno cuando toca el timbre y quieren saber qué se le ofrece. Parece que a Celso lo dejaban entrar pues, sobre la casa, como una nube deforme, va emergiendo una mancha de grama y luego unas formas altas, a veces torcidas, árboles en crecimiento, calor, ansiedad, una rutina que se irá repitiendo en las hojas siguientes.
¿Entró Celso una o muchas veces a esa casa? No me quiso responder, conoces el barrio me dijo, inclusive podría darte pistas sobre la dirección, avenida tal con calle ochenta o noventa y pico, a quién le importa, no me interesan los números porque en mi cabeza no suman, siempre restan o dividen, la casa también tenía su nombre como si quisiera emular un palacete pero de otra parte porque esta ciudad no tuvo fundador conocido, en eso coincido contigo, le dije, nadie vino aquí a caballo ni comandando un ejército invasor, brotó simplemente como cualquier florecita humilde del camino, alguien la regó y aquí estamos. ¿Sabes una cosa? Aquí no hay títulos nobiliarios ni se heredan blasones ni coronas, cambiamos de reina cada año y de rey también, les vamos quitando la corona y el bastón de mando y el único decreto que aceptamos es el de la gozadera, el desborde de la parranda carnavalera. “Si alguien pregunta díganle aquí no pasa nada, no es más que la vida”, como pregonaba el cubano Eliseo Diego.
Celso miró para otro lado mientras en mis recuerdos me subía al bus rojo Boston Prado y trataba de identificar esa casa que ocupaba una manzana completa. Y a mí me parecía, en esa edad de desuso de razón, que ahí vivían Robert Taylor y Deborah Kerr, los protagonistas de “Quo vadis?”, la película que había visto el mes anterior.
Celso nunca fue a Bocas de Ceniza, nunca recorrió esos diez kilómetros que te llevaban hasta la desembocadura del río grande de la Magdalena en el mar Caribe, donde los tiburones vivían en un eterno festín. Ningún tren corre hoy por el tajamar, solo recuerdos, fotografías en blanco y negro, películas mudas, la miseria como espectáculo.
Sin embargo, hay una carrilera en la segunda hoja que me entregó Celso, no va a ninguna parte, han desaparecido los vagones, las estaciones, los vigilantes con sus silbatos, solo se insinúa el equipaje de un posible viajero, abandonado a medio camino, no sabemos si llegó tarde o lo olvidó al bajar o no encontró mejor sitio para deshacerse de sus exiguas pertenencias. ¿La soledad de un suicida? En el hemisferio norte preferían ahorcarse en verano o desaparecer del todo en las nieves invernales. En nuestra zona tórrida todos los instantes son propicios, basta un impulso ciego para consumar una tragedia.
¿O está hablando Celso de un viaje imposible, de una frustración constante, o de un sitio al que quiere volver, solo espera que el tren se detenga, lo recoja y él pueda subirse feliz con el equipaje olvidado?
Siempre me han fascinado los trenes aunque viva en un país que los detuvo para siempre, que permitió la invasión de sus vías, la construcción de covachas a sus lados, mientras las estaciones se iban ahogando en su soledad como las catedrales sumergidas de Debussy.
Aunque nunca me lo ha dicho, creo estar seguro de que Celso nunca viajó en tren, ni siquiera en el de Bocas de Ceniza, ni remontó el río Magdalena en alguno de esos vapores que se iban deteniendo en los pueblos ribereños, con camarotes de primera, de segunda, y catres en las bodegas inferiores donde el calor hacía imposible conciliar el sueño. Sé que trabajó un tiempo en el Caño de la Ahuyama, que se fatigaba por un salario de mierda, descargando de las piraguas las hortalizas de las zonas lluviosas.
Alguna vez me confesó que una tarde, después de trabajar, atravesó Barranquillita y llegó caminando hasta las enormes puertas del Terminal. El dueño de una casa donde él podaba la grama, le habló de su trabajo como jefe de bodega y de los barcos que atracaban a diario en los muelles, que los mejores, los más grandes, eran los “Santas”, venían cargados hasta el puente principal y tomaba más de dos días descargarlos. Por aquí ni te aparezcas, le reviró el guardia cuando Celso le dijo que venía a buscar trabajo, barrendero, cargador, lo que fuera. Esa noche no pudo conciliar el sueño y unas ideas extrañas empezaron a invadir sus pensamientos.
No vale la pena revolver la historia para conocer los detalles de la construcción de la cárcel modelo de mi ciudad. Su capacidad es de novecientos reclusos pero hoy aseguran que hay más de dos mil setecientos. Como aquel fabricante de espejos del que hablaba el poeta, se le ha añadido más horror al horror. Fue inaugurada con el prolijo discurso del director nacional de prisiones en representación del gobierno de turno, el gobernador del departamento, el alcalde de la ciudad, cuando estos dos últimos eran elegidos a dedo, la jerarquía eclesiástica y una jauría de fotógrafos sin oficio que madrugaban todos los días para retratar los primeros huéspedes de tan magnífica y cacareada construcción. No pasarían muchos años antes de que se produjera la primera revuelta y murieran los primeros, los que habían tenido la suerte de estrenar sábanas y catres.
Celso no tiene vínculo familiar con nadie, le respondí al guardia cuando me detuvo a la entrada y me exigió demostrar, con algún documento, mi relación de sangre con el recluso. La amistad ni se registra en documentos públicos ni se demuestra con exámenes de laboratorio. La nuestra era una relación de vida, de recuerdos, de rabias contenidas, de rebeldía interior por lo que veíamos a diario sin poder modificarlo.
En la hoja que me entregó Celso ese domingo de diciembre cuando me permitieron acompañarlo a la misa en el patio principal y desayunar luego con él y algunos reclusos, creo adivinar un regreso a su infancia, quizás algunos rasgos del pueblo donde debió nacer y de cuyo nombre todavía no logra acordarse. Arriba a la derecha hay una reja que se va desvaneciendo, puede ser la puerta principal de una finca o los barrotes de una ventana pero enseguida da la impresión de que eso es algo secundario pues se imponen unas gotas de lluvia transparentes que rebotan una y otra vez sobre la arena seca y luego se elevan convirtiéndose en los brazos y en los rostros de niños hechos de agua, con sonrisas que multiplican el éxtasis y la felicidad. En la parte inferior, a la derecha, se insinúa una mano aferrada a un bastón.
En el primer interrogatorio, Celso afirmó una y otra vez que no recordaba nada de sus primeros años de vida, que ni siquiera en sus sueños aparecían momentos de violencia, no se escuchaban lamentos ni gritos de angustia, había nubes, solo nubes muy blancas que se iban deshaciendo, empujadas por un viento que no se veía ni se oía por ninguna parte. Me despierto tranquilo, confesó y, ya despejado, regreso al instante en que me bajé del bus. No, no es cierto, replicó, yo venía solo, mi ojos pegados a la ventana por donde veía pasar un paisaje que me fue imposible retener. Tampoco hablé con nadie, era como un pasajero invisible, nadie se había percatado de mi presencia. No existía. ¿Indolencia? No entiendo su pregunta, señor juez, yo no pensaba.
Vuelvo con insistencia a la figura del bastón y a la reja desvanecida. No soy psicólogo, he debido dedicarme a mi pasión, el periodismo, pero terminé estudiando farmacéutica para ocuparme de este negocio donde agoto mis días. Sin embargo, no veo rasgos de tristeza o indicios de amargura en esos extremos de la hoja. Un bastón no anda solo, pensé, y una reja te puede estar hablando de un lugar al que quisieras volver. La reja está abierta y la mano sobre el bastón sugiere que va en busca, no del camino, sino de la luz.
¿Qué es eso? me preguntó un día Celso cuando, entrada la noche, le pedí que me acompañara al garaje de mi casa para buscar unas cajas de mi padre, y yo ahuyentaba la oscuridad con un foco de mano. Todo es más fácil para ti, me dijo, siempre sabes por dónde andas.
¡Qué curioso! me dijo Celso aquel sábado de febrero de 1956 cuando entrábamos al cine Metro, al social doble de las dos y treinta, a ver el “Ladrón de Bagdad” y una película del oeste americano. Mi abuela me habló alguna vez de este sitio y me aseguró que aquí estaba antes el Teatro Apolo y que ella venia con su “chaza” de ruedas cargada de chocolates, cigarrillos, dulces Charms, chicles Adams y todos los caramelos y confites que pedían los espectadores. Pues la chaza esa se la guardaban en el garaje de una familia de la cuadra y ella tenía que coger tres buses para llegar hasta aquí.
En el barrio El Prado hasta en las calles hay aire acondicionado, me decía la abuela por las noches mientras preparaba su cama de resortes pegada a la ventana por donde entraban la brisa y los mosquitos. Prefiero que me piquen a que me ahogue en este calor. Nunca pudo ir a cine, cuando muera me iré a la eternidad pero con Burt Lancaster, repetía, aunque yo no sabía quién podría ser ese señor ni por dónde se marchaba uno a la eternidad.
Gracias por prestarme tu ropa y por invitarme a cine, me dijo al salir. Quise contarle algo más de Las mil y una noches, de esas historias de nunca acabar pero noté su incomodidad y un deseo reprimido de tomar rápido el bus verde y volver a su soledad, a su podadora, al sudor y a la angustia.
Hace pocos años regresé a ese lugar. Llevaba en mi bolsillo una fotografía que me había regalado mi padre, es tu tío Cándido en la puerta del teatro, vestido de Duque de Mantua, el personaje que representaba como tenor lírico en el Rigoletto de Verdi. El Apolo se había construido con los mismos planos del teatro Lara de Madrid y fue inaugurado en 1930. La alta sociedad lo consideraba la puerta de entrada a su barrio, allí donde nacía la Avenida Colombia. Sin cumplir aún veinte años de funcionamiento, sus dueños hincaron las rodillas ante el poder de la Metro Goldwyn Mayer, la del león depredador. Hoy solo queda un edificio de apartamentos donde cada familia interpreta, a su manera, el libreto de sus vidas, mientras el teatro madrileño sigue conservando su vetusta historia y representando, cada noche, comedias, dramas, musicales, ante un público que se siente y se sabe su único dueño.
Volví a esconder la fotografía en mi bolsillo pues sentía que no solo el teatro, también el tío, mi padre, la ciudad entera, no pasaban de ser un mal sueño, una obra inacabada; que con todo los préstamos que tuvieron que conseguir los gringos que manejaban nuestros destinos, para construir un barrio acorde con su podrida grandeza, se hubiera podido levantar una Barranquilla donde todos se sintieran iguales y felices como en los cuatro días que duraba el carnaval.
Me subí a la carrera al último bus rojo del día y me bajé, sin pensarlo, al frente de la casa inmensa donde habían ocurrido los hechos sangrientos que tenían a Celso en prisión. La mansión seguía en pie, remozada, rodeada de jardines cuya presencia se adivinaba por el olor que se escapaba por los andenes. ¡Cuidado con los perros!, advertía un cartel a la entrada y en las copas de los árboles era fácil observar farolas gigantescas para disuadir a los amantes de robos o asaltos en las noches.
Solo un par de mastines habitaba en la residencia más deseada del mejor barrio de mi ciudad.
Lo estaba esperando, me dijo el guardia cuando llegué en el límite del horario de visitas y casi no me dejan entrar. Por primera vez lo he visto llorar, no quiere comer ni hablar con nadie, solo me pidió que le dijera que su abuela había muerto. Ha dejado esta hoja sin acabar y así, arrugada y sucia, la ha lanzado por la ventana. Llévesela.
¿Cómo se enteró del fallecimiento de Margarita? ¿Lo visitaba ella en la cárcel? Nunca le oí hablar de parientes cercanos, de amigos del barrio, solo queda la posibilidad de que una persona conocida estuviera al tanto de la situación y llamara a Celso para informarle de lo ocurrido.
¿Cuántos secretos ocultó esa mujer? ¿Le contaría alguna vez a su nieto toda la verdad? O, como decía Dovstoievski, “…hay otras cosas que el hombre tiene miedo de confesarlas incluso a sí mismo y, de estos recuerdos todo hombre, incluso decente, va almacenando muchos.”
Nunca creí que esa mujer alta y resuelta fuera su abuela. Era mucho más que eso, era todo lo que tenía en la vida, era su familia, su apoyo, el rostro que le sonreía al volver del trabajo, la esperanza incierta de una nueva oportunidad que los redimiera de su pobreza.
Margarita convirtió su rancho en un calabozo del que casi no salía porque no quería responder a quienes le preguntaban por su nieto. No hacía falta leer los periódicos porque todo se volvía de dominio público, como si los chismes llegaran con los arroyos, o en las conversaciones en los buses, en las tiendas de la esquina, en los bares y bailaderos, en el aire irrespirable. Las historias morían rápidamente y había que reemplazarlas por nuevos escándalos, aunque fueran inventados, nuevos crímenes pasionales como los que fueron acabando con la buena fama del barrio Ciudad Jardín y que El Nacional realzaba con un afán enfermizo.
Envuelta en esa hojarasca, llegó la noticia del crimen de El Prado con la condena anticipada del nieto de Margarita. Y fue entonces cuando esa otra ciudad, la que empezaba en la Avenida Colombia donde se alzó años atrás el Teatro Apolo, se enteró de que había un barrio que se llamaba Carrizal, no, no era la zona negra, ni Lucero ni San Felipe, sino mucho más allá, había que tomar el bus Alboraya-Carrizal y luego caminar durante media hora por atajos sin nombre hasta llegar a la residencia, con techo de paja, del supuesto delincuente.
Eso fue lo que hice, aquel lunes ardiente de junio, después de bajarme del bus verde en el mercado y coger el que me llevaría hasta los extremos de la ciudad. Celso me decía que su casa no tenía dirección alguna, solo que era de las últimas, en la esquina que llamaban del coquito porque había dos o tres palmeras donde subían los más fuertes a tumbar sus frutos.
Aquí no hay cementerio, me dijeron, pregunte en la parroquia. El cura venía solamente los domingos a celebrar la misa a las nueve de la mañana, luego bautizaba a los recién nacidos y soportaba las confesiones de las beatas de turno, que no eran muchas, porque aquí no hay tiempo ni para pecar, decía la líder del barrio.
Después de fatigarme un largo rato encontré, bajo árboles de matarratón, el velorio que le habían improvisado a la vecina Margarita. La llevaremos al Calancala, me dijeron, mientras yo era consciente de la incomodidad que generaba mi presencia.
Habían envuelto su cuerpo con esteras de colores tejidas por sus amigas, lo cubrieron con flores de cayena y lo fueron llevando sin afanes hasta la camioneta de platón del viejo Atilano, donde pudieron subirse unos cuantos mientras yo retomaba mi camino para tratar de encontrar el bus que me llevaría hasta el centro y luego al barrio Lucero donde quedaba el cementerio.
Nunca había estado allí. Oí ese nombre cuando yo era niño pero nunca supe dónde quedaba pues para mí el único camposanto era El Universal, en la calle 47 con carrera 35, obra de los Hermanos de la Caridad, donde aseguraba mi padre que habían sepultado a mi abuelo el primero de enero de 1939. Años más tarde encontré las fotos del sepelio, la familia saliendo de la Catedral de San Nicolás y rodeando, en otra imagen más precisa, la carroza tirada por pecherones donde viajaba el cadáver del abuelo Emiliano, el español.
¿Qué es eso de entierro de solemnidad? le preguntaron al administrador cuando los recriminó por llegar con esas fachas, con una muerta sin cajón y sin documento alguno que atestiguara su fallecimiento. En Carrizal nacemos y morimos sin testigos y usted verá qué hace pero de aquí no nos vamos.
En lo alto de una galería, sin una mano de pintura, con el olor aún fresco a cemento y arena, sin poner siquiera su fecha de nacimiento, dejamos a Margarita en ese espacio reducido que un destino incierto había reservado para ella.
Un coro de niños, con el uniforme de su colegio, entonaba un requiem solemne alrededor de una primorosa capilla delicadamente elaborada en mármol de Carrara.
Al llegar a casa, me acordé de la hoja arrugada que había lanzado Celso por la pequeña ventana de su celda, la abrí con temor, como si escondiera un mensaje cifrado o se hubiera decidido a escribir algo, lo que fuera, pero solo encontré líneas torcidas que no conducían a ninguna parte, rayones entrecruzados que intentaban aferrarse a un punto central inexistente, bordes donde no cabía más oscuridad.
Esperé hasta el día de visitas y le supliqué al guardia que nos dejara a solas, ya no come, me dijo, solo pide agua y un vaso de leche por las noches.
Me da lo mismo seguir aquí o regresar a la libertad. Ya no habrá ninguna otra muerte que me haga ansiar la mía, me basta con la de la abuela para confirmar que aquel bus no me trajo a la vida sino a la locura. Me es indiferente que sus huesos se escondan en El Universal o El Calancala, o a la sombra de un matarratón, no querría su materia destruida sino la seguridad, ya desaparecida, de su apoyo y de su presencia, de nada me sirven sus recuerdos, el cariño de su sonrisa, su entrega inexplicable a este remedo de existencia, sé que tuvieron que pagar algo por abandonarla con sus esteras y sus cayenas en la frialdad de un nicho, no hemos acabado de nacer cuando ya nos señalan como destinados a evaporarnos, autores de un pecado original cometido por unos padres que jamás conocimos, engendrados no en un paraíso sino en un valle de la muerte, condenados sin pruebas, sin testigos, sin la oportunidad de un único juicio que nos hubiera permitido luchar por nuestra inocencia. Quienes nos juzgan son los mismos de siempre, los dueños de la tierra y del pensamiento, de los dogmas, los que todo lo saben y lo miden con los palmos de su omnipotencia, de su crueldad. Y tenemos que pagar, no con dinero porque no lo tenemos, sino con una eternidad de suplicio, de martirio.
Eso ya lo sé, me dijo, cuando quise hablarle de la solidaridad de los vecinos, de la generosidad de Atilano, y ahora, toma estas hojas y márchate.
No alcancé a decirle que los más cercanos habían resuelto donar a la parroquia algunos chécheres de la abuela, más un par de mecedoras que alguna vez fueron de mimbre pero que ahora se sostenían con unas tablas descoloridas y que la ropa se la habían repartido entre las más necesitadas, que eran todas. El dueño ya había tomado posesión de su rancho y el tendero suplicaba que alguien se hiciera cargo de lo que le había fiado a la difunta. No era mucho, dejé todo cancelado.
Unas semanas más tarde le pregunté a un médico amigo qué era eso de morir por los malos aires. El mal no está en el aire, me aseguró, son calenturas -episodios de fiebres y escalofríos- que venían cada tres días y por eso les decían fiebres terciarias. Si tenían suerte y algo de quina a la mano, se curaban, de lo contrario era mejor tener a un cura al lado para que los confesara. Hoy sabemos que esos malos aires no son otra cosa que la infección producida por la picadura de la hembra del mosquito anopheles.
Algún día le contaré a Celso la verdad.
Dejé pasar un mes antes de decidirme a volver a la cárcel. La mañana no presagiaba cambios sorpresivos en el clima, recogí las últimas hojas que me había entregado Celso y partí con ellas hacia la parada del bus verde, detrás de la Iglesia del Perpetuo Socorro, en la carrera Líbano con la calle 67.
Todavía recuerdo aquella misa en esa misma iglesia, la de la Virgen bizantina de Creta, a la semana siguiente de haber hecho mi primera comunión, cuando, movido por la curiosidad pues el sacerdote le regalaba una estampa de la Virgen a quienes se acercaban a comulgar, llegué de último a la fila y recibí la hostia consagrada y el obsequio del cura.
¿Qué traes ahí? me dijo mi madre cuando aún no acababa de cerrar la puerta de la casa y me disponía a descalzarme y cambiarme de ropa. ¿Ya se te olvidó que, para comulgar, hay que estar en ayunas? Había cometido un sacrilegio, así lo aseguraba el director espiritual del colegio, y yo pensé que me condenaría por toda la eternidad, que ni siquiera una confesión apresurada me salvaría de las garras del ángel caído.
Tampoco es para tanto, me ayudó mi hermana mayor. Y recuperé la tranquilidad.
No se cumplieron los buenos presagios del clima y, en pocos minutos, la ciudad fue consciente del peligro inminente y real de una tormenta. Una cosa es bañarse en el patio de la casa en medio de un aguacero refrescante y otra, muy distinta, es ver revolcarse la ciudad entera en unos arroyos atronadores que los vecinos utilizaban como un basurero ambulante y que nosotros, los pasajeros de un bus atascado a la orilla del arroyo de Felicidad, veíamos como el pregón de una muerte segura, mientras gritábamos y pugnábamos por alejarnos de las ventanas, empujándonos unos a otros como animales amenazados, agotando las plegarias a todos los santos reales o imaginarios para que nos salvaran de la catástrofe. Yo me mantenía firme en la puerta trasera, esa que nunca se abría porque mis paisanos utilizaban la delantera para entrar y salir, agarrado al único tubo oxidado pero aún firme, y del que no estaba dispuesto a zafarme aunque el bus se desbocara río abajo y me convirtiera, al final, en manjar de tiburones.
Recuperado del susto y ya libre de los estragos del agua, llegué puntual a las tres de la tarde, la hora en que se iniciaban las visitas. Había tomado la decisión de enfrentar a Celso con los dibujos o rayones que había hecho en las últimas hojas que me había entregado cuando fui a contarle los detalles del entierro de Margarita.
Lleva ocho días en la enfermería, me dijo el guardia cuando entré al corredor en penumbras, solo acepta una sopa de repollo una vez al día, no habla, no se comunica. ¿Es posible dibujar el silencio?, me pregunté esa tarde, sentado al pie de la cama donde creía que Celso agonizaba. En una de las hojas, se insinuaba un círculo formado por puertas cerradas y un solo punto, pequeño y negro, en todo el centro. Una pupila abandonada. Sentía como un latido de impaciencia, como si ese alguien que se camuflaba en el punto muerto, ansiara que se abriera al menos una sola puerta, aunque no hubiera nada tras ella, solo un aire más puro, un ímpetu de vida.
Era, en palabras de Philip Roth, como si solo quedara “la tristeza terminal y la espera, la interminable espera de nada”.
¿Había Celso escuchado música clásica? Solo una vez me habló de una familia donde él se afanaba en el jardín cada dos semanas y un día apagó la máquina para poder oír unos sonidos distintos que se escapaban por una de las ventanas. Al acercar su rostro, pudo ver a la dueña de la casa sentada ante un piano de color oscuro de donde salían esas notas que lo dejaron sin aliento. Nunca me dejaron entrar, me aseguró Celso, pero esas melodías se grabaron para siempre en mi memoria y las podría repetir a mi manera, silbando o inventando sonidos con mi lengua.
¿De allí nacieron esos remedos de pentagramas, con notas vacilantes, que descubrí en las últimas hojas de mi amigo? ¿Creía él, por alguna razón desconocida, que a mí me quedaría fácil interpretarlos? Nunca le hablé de música aunque era posible que su abuela sí lo hiciera pues, pasados los años y aburrida y cansada de vender caramelos y cigarrillos a la entrada del Cine Metro, había resuelto poner una venta de tinto en el parque Centenario, donde la Biblioteca Departamental se imponía en el paisaje.
De un pequeño salón, con aire acondicionado, se escapaban también las sonatas de Mozart, Vilvaldi, Bocherini y de todos esos nombres desconocidos en mi ciudad. En los últimos años de colegio, me gustaba escaparme de las clases de química o de física y refugiarme en un rincón de la biblioteca donde Meira del Mar, su directora, imaginaba los versos que la convertirían en una gran poeta.
Las notas que intentaba dibujar Celso eran débiles, llegaban hasta el borde de la página y allí se retorcían, como si un temor inenarrable las destruyera o les impidiera seguir adelante. Las notas reemplazando a las palabras, pensé, palabras o frases que mi amigo había decidido no pronunciar como si no encontrara en ninguna de ellas herramienta bastante para expresar sus angustias. ¿Y por qué no me lo decía de una vez por todas? Era tan fácil.
Hoy, cuando han pasado tantos años del fin de su historia, pienso que no era un asunto gramatical, un tema de manejo de sustantivos, verbos y adjetivos, sino el miedo que se había incrustado en el alma de Celso ante el desconocimiento de su origen, de no haber tenido nunca contacto alguno con sus padres, sus posibles hermanos, su familia, un miedo que lo había empujado a querer, casi a la fuerza, a esa señora que decía ser su abuela, la única que lo esperaba al bajarse del bus, miedo de tener que cuidar y podar, ahora y para siempre, la hierba verde, siempre fresca, de los que pagaban su trabajo contando las monedas para que no se les fuera una de más, miedo de depender de una máquina que le habían prestado en ese barrio de mierda, de la que nunca podía zafarse porque era tan importante como su sangre, sus venas, carne de su carne, trabajar para qué, se decía, si no tengo derecho ni a soñar.
*****
No encuentro síntomas de nada, dijo el médico de turno del Hospitalito, la única institución que se avino a acoger a Celso ante la ausencia de camas disponibles en el Hospital General. No trajo ninguna historia clínica, se adelantó el enfermero, lo único que sabemos es que va en la mitad de su condena y que en el registro de visitas no aparece el nombre de ningún familiar.
Les he dicho que no recuerdo nada, que no sé por qué he llegado hasta aquí, donde el silencio de mis noches se llena ahora con los sollozos de unos niños que no veo por ninguna parte. ¿Todos recién nacidos? No identifico esos llantos, nunca los había oido hasta ahora, pareciera que nadie en este edificio pudiera calmarlos. La enfermera me asegura que no puedo salir a caminar por el pasillo, que ella, además de su profesión, también es guardiana, responsable de que no me mueva, no me queje, no silbe, no cante; nadie debe percatarse de mi presencia.
No me dejan apagar el pequeño quinqué que me altera el sueño y alarga los días. Y, si necesito ir al baño, debo avisar antes para que alguien me acompañe. ¡Cuánta delicadeza en sus maneras! ¿Hasta dónde llegará su autoridad? Hoy ha llegado una nueva enfermera con un botiquín en sus manos, vamos a empezar, me dijo, éstas en ayunas, luego un jarabe a media mañana, algo para mejorar la digestión con el almuerzo y, las últimas, una hora antes de dormir. Y, día de por medio, estas inyecciones.¿Qué es lo que tengo que entender?, le he preguntado cuando insistía en repetir nombres y dosis, como una muñeca en manos de un ventrílocuo impertinente.
¡Ah, si alguien hubiera podido conseguir una ambulancia para traer a mi abuela hasta aquí! Lo único que nos queda cerca es la muerte.
Las inyecciones no hicieron ningún efecto, a no ser unos dolores que se me regaron por las piernas, de los que no debía quejarme, son por tu bien, me dijo la muñeca; las medicinas me embotaron el ánimo y ya no supe distinguir entre el día y la noche.
Nadie me lo ha dicho, no podría confirmarlo, pero sé que alguien ha estado merodeando por los corredores de este hospital de niños, me ha parecido escuchar voces de las enfermeras-guardianas preguntándole que a quién busca, qué necesita, pero él se les escabulle y vuelve a intentar acercarse a esta habitación del sótano donde no cae ni una migaja de sol.
No tengo reloj alguno a la mano, no pregunto la hora pero he aprendido a ajustar mi cerebro a los momentos en que recibo las medicinas y con eso me basta. He notado que la actividad disminuye un día a la semana, debe ser el domingo en horas de la tarde. Este hospital está rodeado de casas y algunos edificios de tres o cuatro plantas sobre una avenida donde pareciera que pasa la ciudad entera todos los días. Hay más visitantes que enfermos, un cura que reparte bendiciones humedecidas con agua bendita, monjas, y vendedores ambulantes en la entrada principal. Todo un mercado del dolor, un carnaval de sentimientos pero también momentos de alegría con los recién nacidos.
No clasifico en ninguno de los grupos humanos que entran y salen de este recinto. He resuelto escupir todas las medicinas que dejan en mi boca.
III
LA FUGA
El lunes 25 de septiembre de 1967, a las seis y cuarto de la mañana, cinco años, dos meses y tres días después de su captura, leí la noticia de la fuga de Celso en la primera página del principal periódico de la ciudad.
Versiones contradictorias, como era de esperar, que si fue en el Hospitalito, o camino de la cárcel cuando los médicos de turno resolvieron darle de alta y liberarse de un psicópata, o burlando a los más de diez guardianes que abrían y cerraban las puertas de hierro oxidado de la prisión. Todo un exquisito menú de chismes, conjeturas y reparto de culpas entre los encargados de la seguridad. Y, aprovechando el despertar de los gallinazos adormecidos, el diario no tuvo empacho alguno en reproducir su versión de aquel asesinato.
“Ayer, a las diez y veinticinco minutos de la mañana, en la residencia marcada con el número xxx de la avenida xxx del Alto Prado, un individuo de nombre Celso, vecino del barrio Carrizal en las afueras de la ciudad y jardinero muy reconocido en la zona, reventó su podadora contra la cabeza del jefe de familia, el ilustre hombre de letras Camilo Arturo Pantoja Arregocés, mientras éste se tomaba un descanso por los jardines que él mismo había diseñado. Al asesino lo encontraron con manchas de sangre en sus manos y en su overol, y la podadora, aún encendida, seguía tronando bajo las sombras de un palo de ciruelas. Las autoridades han prometido una investigación detallada y profunda y un juicio rápido pero imparcial para el delincuente, quien sigue guardando silencio y se niega a firmar cualquier declaración que le presente su abogado de oficio.”
Pocas cosas transcendentales ocurrían en mi ciudad en aquella época y la captura de un pobre desconocido se derramaba como miel en los labios de mis paisanos pues ya tenían un tema nuevo para sus conversaciones, contrastaban opiniones, se lamentaban de la mala suerte de ese ciudadano ejemplar, llegado de nadie sabía dónde, o sí sabían pero no se atrevían a confesarlo, que había perdido la vida por el golpe certero que le había propinado, eso decían, el jardinero con su podadora prestada.
Difícil creer que Celso tuviera fuerzas suficientes para levantar ese aparato y estrellarlo contra la humanidad de ese tal historiador, le dije a mi padre, tú cállate, me respondió, van a pensar que lo estás defendiendo. Claro que creía en la inocencia de mi amigo pero nadie en mi familia sabía de mis visitas a la cárcel y de mi intento por saludarlo en el Hospitalito. Por eso apreté los labios y me prometí a mi mismo no volver sobre el tema.
La ciudad imaginó que había llegado como un anticipo de las aún lejanas brisas de diciembre y sus habitantes se sintieron invadidos por el frenesí de las noticias policiales, agotaron las ediciones de los principales diarios, se las prestaban entre los vecinos y esperaban ansiosos a que llegara el alud de noticieros para ponerse al día sobre los detalles más inquietantes de ese crimen que los mantenía en un insomnio enfermizo y perturbador.
No se había vivido nada parecido desde el secuestro del niño Nicolás Saade el seis de marzo de mil novecientos cincuenta y cuatro, a la temprana edad de cinco años, hijo del cónsul libanés del mismo nombre. Alfonso Echeona pagó con su vida la insensatez y la locura del primer secuestro ocurrido, no solo en la ciudad, sino en toda Colombia y que apenas había durado un poco más de once horas.
Ya habían pasado las cuatro fiestas, las que empezaban con la noche de las velitas, cogían nuevos bríos en la Nochebuena cuando los niños esperaban ansiosos la respuesta a las cartas que le habían escrito al Niño Dios, hasta que explotaban la algarabía, los abrazos y las borracheras porque había llegado un nuevo año, como si todo fuera a ser distinto, como si no nos bastara con la felicidad que nos había traído el Año Viejo, cargado de mulas, de chivas, burras y hasta de una buena suegra.
Ya habíamos llorado y enterrado a Joselito Carnaval multiplicado en cientos de ataúdes que iban a parar al cementerio de los recuerdos, mientras los curas nos marcaban la frente el miércoles de ceniza, en una ceremonia que parecía más la culminación del carnaval que la liturgia de lo que ya sabíamos pero que no nos importaba, quia pulvis es et in pulverem reverteris, yo no era polvo, era un ser inteligente, que luchaba, amaba y moría como todos, por eso pensaba, como Szymborska, la poeta polaca, que
“La vida en la tierra sale bastante barata.
Por los sueños, por ejemplo, no se paga ni un céntimo. Por las ilusiones, sólo cuando se pierden.
Por poseer un cuerpo, se paga con el cuerpo.” (*)
Decía que ya habían pasado todas esas fechas memorables y Celso seguía sin aparecer. Los periódicos retornaban a sus reportes rutinarios de corrupción, la marimba guajira imponía sus leyes de sangre y venganza, el agua escaseaba, los arroyos renacían y de la fuga de mi amigo ya nadie se acordaba.
Fue entonces cuando resolví ausentarme de la ciudad, las vacaciones que nunca tomo, les mentí a mis padres, y me aventuré a recorrer las poblaciones del río Magdalena, empezando por Sitionuevo y de allí aguas arriba pues creía que Celso había decidido ir en busca de sus raíces y perderse, ojalá para siempre, entre los pescadores y la barahúnda de los puertos. Conozco este río, me aseguró un día cuando me pidió que lo acompañara por los lados de Siape donde vivía una morena que le había removido el corazón.
Se llama Abigail, con su cinturita de avispa, figúrate, me dijo Celso, la conocí en la casa de una familia de donde habían salido dos señoritas Colombia y tal, cuando yo llegaba a podar la grama, ella ya me tenía mi vasito de frescavena o una botella bien fría de Kola Román, porque era la muchacha, la que hacía de todo, desde las seis de la mañana ya tenía que estar en pie, moler el maíz para los bollos limpios, preparar el café, recibir las mogollas que traían hasta la puerta, huevo frito para todo el mundo, luego a barrer, trapear, lavar ollas, y así los siete días de la semana, con una salida cada quince días pero solo los domingos y ver llegar a su padre una vez al mes a llevarse su sueldo, sus esperanzas, sus sueños, pero yo la consolaba, te voy a llevar conmigo, espérate que consiga un poco de billete y nos vamos a vivir a Carrizal y ella respondía que no, que mejor a Siape porque está más cerca del Alto Prado y yo lloraba por las noches, Santiago, y al día siguiente volvía a pasar por la casa esa y le silbaba y ella salía corriendo y me entregaba un papelito que era como una carta donde me decía que me quería, ven y te la presento, esa es su casa, la de techo de zinc, sé que te va a gustar y yo le decía que sí, que era la morena más bella y más tierna que había conocido en todo Barranquilla.
Esté donde esté, estoy seguro que aún sueña con ella, volverá a buscarla, a pedirle perdón, a decirle que aún están a tiempo.
Yo no tenía ninguna foto de mi amigo ni, peor aún, conocía su verdadero nombre o ese apodo del que se ufanaba pues así lo habían llamado siempre en su pueblo. Pero estaba seguro de que lo reconocería de inmediato si lo viera pasar de largo o lo identificara desde lejos, camuflado entre el mestizaje de la población.
Era la primera vez que me aventuraba a remontar el río, sabía muy poco de sus poblaciones, solo retenía en mi memoria las descripciones, como fotografías, que nos hacía Lacides Mengual, el profesor de geografía del colegio San José. Una vez me invitó a su casa, más allá de la Iglesia de Chiquinquirá, techo de paja, habitaciones amplias y frescas y un patio que compartían los palos de mango, de ciruela, guayaba, guanábana y marañón. Es mi finca, coge lo que quieras y me seguía hablando de su amor por Colombia, nunca he salido de mi ciudad, me aseguraba, pero es como si conociera sus tres cordilleras, sus páramos y nevados, sus volcanes, sus ríos, quebradas, no hay un rincón que no se haya grabado en mi memoria.
El Banco era la población que asomaba de primera en mi imaginación, tal vez por la fascinación del profesor al recordar el encuentro de los ríos Magdalena y Cesar, o por sus ciénagas sin límite, como la de Zapatosa, donde se reflejaba la placidez de la naturaleza, o sus sembrados de yuca, fríjol, maíz, o el ganado que campaba a sus anchas por corregimientos y veredas.
Eran las dos de la tarde cuando me bajé del bus en la plaza Almotacén, después de soportar los embates del calor de junio y las maldiciones del conductor por el estado lamentable de la vía que más parecía un camino de herradura. No conocía a nadie. Debía mostrarme como un costeño del montón, sin aspavientos delatores ante lo que veía y disimular mi entusiasmo en los tenderetes con los fritos sin igual de la región, tomarme un par de Águilas y luego perderme entre las sombras indecisas de los árboles.
¿Cómo se estaba alimentando Celso, dónde escampaba en las noches de tormenta, en medio de esos aguaceros que imponían su presencia y arrastraban todo a su paso? ¿Tenía algún conocido, alguna familia que le hubieran recomendado en su barrio o lo guiaba simplemente su afán, no tanto de huir, sino de encontrar algo o alguien que le devolviera la fe en sus orígenes, en su destino?
Aunque había dejado en mi casa sus dibujos, trataba de imaginar, si en alguno de ellos o en todos, insinuaba de alguna manera sus deseos de fugarse, de correr cualquier riesgo con tal de tener una última oportunidad de volver a montarse en ese bus que lo trajo hasta Barranquilla y obligarlo a devolverse hasta ese punto opaco, poder abrir esa pupila abandonada, dibujada por él como un punto negro en medio de un círculo formado por puertas todas cerradas, ese punto misterioso del que había salido un día hacia lo desconocido.
Antes de que el desánimo acabara derrumbándome, resolví echar una mirada a la Iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria, la catedral que llevaba el nombre de la patrona del pueblo y a la capilla de San Francisco de Asís. ¡Que aparezca!, me oí exclamar, una súplica que parecía esquivar mi agnosticismo pero que no era otra cosa que el retorno, quizás inconsciente, a esas oraciones hermosas que aprendí de los labios de las religiosas de la Presentación del Colegio Lourdes y de los Jesuitas del San José.
La oscuridad creciente de la noche me fue llevando lejos de la catedral, por calles aún sin pavimentar, pues le había escuchado al chofer del bus que por allí podría encontrar alojamiento, una habitación simple con abanico de pie y una ventana con anjeo para protegerme de los mosquitos. Me vas pagando las treinta barras por adelantado, me soltó la señora Leo antes de que pudiera saludarla y presentarme como es debido, el baño está al fondo, detrás de las cortinas de plástico.
Y fue así como me fui metiendo en ese mundo, para mí lejano y desconocido, donde simplemente se vive con lo que hay, se desechan los circunloquios, las maneras consideradas elegantes o educadas, y se ahorran las palabras para no perder tiempo, y si va a desayunar, me lo va diciendo para servírselo temprano, yuca con queso rallado, café con leche, tres barras.
Esa noche dormí muy poco. Unas manos misteriosas pasaban una y otra vez sobre los dibujos de Celso, como si se tratara de un álbum antiguo donde pegábamos las fotos con almidón, y protegíamos los bordes con pequeños triángulos de cartulina negra. Por un momento pensé que estaba perdiendo el tiempo, mi brújula giraba descontrolada, ya iba siendo hora de olvidarme de esas hojas y de torcer la búsqueda de mi amigo hacia otros caminos, toda sospecha era bienvenida, todos los rincones podrían estar ocultándolo.
¿Qué es ese cuento de mapas?, me dijo la dueña cuando le pregunté cómo hacía para visitar corregimientos y veredas de la zona. Alquila un carro é mula y ya está.
Sobraban. Al final escogí uno recién pintado con todos los colores del arco iris, ruedas reparadas y una silleta con cojines al lado del dueño, muy hazañoso el hombre con su sombrero vueltiao. Ahí tengo dos paraguas por si acaso llueve y agárrese duro porque esta mula todavía anda con resabios. El camino era angosto pero frondoso, bien asentado, pocos baches y bandadas de loritos que nos cantaron todo el viaje.
Vainas de negocios, le respondí cuando me preguntó qué me había traído hasta esos parajes, unos pocos días y regreso a la rutina. ¿Algún familiar en Sabanas de Venado, amigos o conocidos? Nada de eso, le dije, quiero empezar mi recorrido por allá porque simplemente me gustó el nombre.
Creo, aunque no puedo asegurarlo cuando ya han pasado tantos años, que la hora del almuerzo nos cogió en el corregimiento de Menchiquejo, donde dimos buena cuenta de una chicha de arroz con agua de azahares y un guiso espléndido de icotea.
Nos vemos en dos horas, le dije al mulero, y me escapé por la vereda cenagosa con el temor de no encontrar ningún rastro de Celso, de no saber cómo preguntar si alguien lo conocía, de ver los mismos rictus de desconcierto en la cara de los campesinos, esto es como una sola familia, me aseguraban, quien se va, lo hace por su propia voluntad, y siempre vuelve.
Yo nunca hubiera cambiado la serenidad de estas sabanas fecundas por un rancho ajeno en el barrio más relegado de mi ciudad.
Estoy seguro de que Celso tampoco lo habría hecho.
En las dos semanas siguientes recorrí todos los municipios, corregimientos y veredas que estaban a mi alcance, a la orilla del río o tierra adentro, Santa Cruz de Mompox, Magangué, Tamalameque, El Carmen de Bolívar, Palmar de Varela, hasta que ya en Usiacurí, donde descansan los restos del poeta chiquinquireño Julio Flores, me faltaron las fuerzas y preferí retornar a casa.
Mientras cabeceaba, ya rendido, en el bus de regreso, pensé que mi viaje había sido en vano, que mi amigo no solo quería huir de la cárcel sino también de mí. Prefería permanecer huyendo siempre, la fuga la convirtió en su razón de vida, escapar para que no lo llevaran de nuevo al calabozo, a esa cárcel que era su barrio, en esa ciudad apática que lo identificaba como el jardinero asesino. Pero creo que él también era consciente de que de nada le serviría encontrar el lugar de su nacimiento porque allí nadie lo reconocería, como seguramente no lo hicieron sus padres y, quien lo encontró, pensó que lo mejor era relegarlo a lo desconocido. Huir para no llegar nunca.
He abrazado de nuevo mi rutina, llego temprano a la farmacia en la calle Jesús entre Progreso y Veinte de Julio, doy las instrucciones necesarias y luego me tomo unas dos horas, marcho solo a recorrer calles y avenidas, merodeo por el mercado, el Paseo Bolívar, la plaza de San Nicolás, la calle de las Vacas hasta San Roque, ya no me provoca ni un Frozo Malt en la Heladería Americana donde, de niño, le suplicaba a mi madre que me pidiera un New York, – otro día, por ahora conténtate con tu helado,- no me atraen las películas del desbaratado Cine Colombia aunque, invariablemente, no dejo de entrar a la panadería Central, en San Blas, y termino mi recorrido en la Librería Nacional donde me informo de las novedades y me llevo a mis poetas preferidos. Los que me ayudarán a no olvidarme nunca de Celso, mi amigo, el huérfano que llegó a mi mundo a bordo de un bus.
Deja tu comentario